martes, 13 de agosto de 2013

HERENCIA

Por esas cosas del destino, que es un cachondo (por no decir cosas peores), mi trabajo está a tiro de piedra del pueblo en el que nació mi madre. El paisaje, y el paisanaje, me son, pues, bastante familiares. Son cosas que conocí desde siempre. Lo que pasa es que ahora tengo otra forma de ver las cosas, y lo que me parecía normal con una edad más tierna se ve ahora bajo otro prisma, y toma un aspecto mucho menos saludable. Un poquito vergonzante cuando reconoces algunos rasgos típicos del país en tu madre. Absolutamente bochornoso cuando los reconoces en ti mismo.
El lugar en cuestión es un páramo. Recibe ese nombre con toda justicia. Una llanura eterna, en la que las espadañas de las iglesias son las únicas orientaciones posibles para moverte. Tierra de secano. Tierra dura. Tierra sin demasiadas comunicaciones. Tierra autárquica, por decirlo de una manera fina. Tierra de endogamia, si queremos ser un poquito más crueles (o más fieles a la realidad: un paseo por el cementerio revela que a través de las generaciones, en el pueblo se han apañado con cuatro apellidos, en combinaciones y permutaciones varias; quieran o no, eso tiene sus consecuencias).
Les voy a hacer una descripción. El pueblo es un conjunto de casas de tapial o adobe. Es decir, de paredes de barro. Ahora hay varias casas de ladrillo, claro, pero son de reciente factura, y rompen un poco la homogeneidad estilística del lugar. A poco que uno se pone a imaginar en retrospectiva, no es difícil ver el pueblo construido exclusivamente de barro. Casas aglomeradas, rodeadas de extensas tierras a las que había que acudir a diario para trabajar. Casas con una huertica en la parte trasera donde se cultivaba alguna hortaliza para la familia y alguna berza para los cerdos (que no eran de la familia, pero casi). Unos meses intensos de trabajo, coincidiendo con el verano, cuando el sol del mediodía hace crujir las piedras. Y un invierno más relajado, con la obligación de atender el ganado y poco más, donde el frío hace crujir los huesos. Meses en los que los lugareños sortean las trampas climáticas de distintas maneras según el sexo: las mujeres se quedaban en casa, al amor de la lumbre y pastoreando a la prole. Si se sentían inspiradas hacían algún dulce casero (mi abuela hacía unas rosquillas y unos figüelos impresionantes, arte este que resultó no ser heredable, al menos por mi madre). Si no había inspiración o materia prima, charlaban. Los hombres iban a las bodegas. Es una zona en la que abundan los viñedos, y en la que, por lo tanto, debe haber bodegas. Las del pueblo están excavadas en el terreno arcilloso que caracteriza la región, aprovechando el desnivel del terreno, y construyendo una galería bajo cualquier ligera colina, donde se habilitan las dependencias necesarias para aprovechar la cosecha de uva  y transformarla ya saben ustedes en qué. Pues allí, a la luz de un candil, pasaban los hombres las jornadas ociosas de invierno, o las tardes de algún domingo. Uno llevaba un poco de cecina, otro un poco de queso, algo de escabeche, un mendrugo de pan. Y se ponían a comer y, sobre todo, a beber, tratando de olvidar el verano de mierda que habían pasado, tratando de ignorar lo que de ellos podían estar hablando las mujeres, y tratando de reunir los ánimos necesarios para enfrentar el verano siguiente.
Mi madre fue la mayor de seis hermanos. Lo que es como decir que fue la madre, en modo amateur, de cinco. En aquellos años, ser hermano mayor era una responsabilidad. Y creo que mi madre nunca lo superó. El hecho de estar siempre pendiente de los hermanos pequeños, ayudando en casa, pendiente de todo, se le quedó pegado en la piel. Un complejo de madre en toda regla.
Luego la familia se mudó a un sitio un poco (muy poco) más civilizado. Al menos, había menos endogamia, que ya es algo. Y conoció a mi padre. En el sentido bíblico de la palabra, y de ese conocimiento nací yo. Pero con papeles, eh? Casados, por la iglesia, y con toda la parafernalia, como se estilaba (y aún se estila bastante) por estos pagos. Luego mi hermano, y luego mi otro hermano. Y, hale hop, ya tenemos una familia.
Al principio, como en todas las familias, nosotros (mis hermanos y yo) lo encontrábamos todo normal. Matriarcado fundamentalista, convivencia frecuente con mis abuelos, mi padre como figura que aportaba el dinero y poco más…. Todo eso era normal. Mamá mandaba, papá trabajaba, mi abuela también mandaba (aunque algo menos) y mi abuelo también trabajaba (hasta que se jubiló y ninguno sabíamos muy bien qué hacía; desde luego, mandar, no). Luego fuimos creciendo, y veíamos que algunas cosas no encajaban demasiado en lo que nosotros entendíamos como normales. Vale que una mujer mande en su casa, pero que un hombre tenga miedo de hacer cualquier cosa en la suya  no parece muy sano. Que mi padre temblara cada vez que mi madre le encargara una ñapa, por miedo al veredicto del jefe de obra (mi madre, evidentemente), que no sólo juzgaba el resultado final, sino el desarrollo de los trabajos, convirtiendo la tarea en algo bastante estresante, pues ya no me parecía tan normal, a partir de cierta edad. Que mi abuelo tuviera que fumar a escondidas y pasara más tiempo en su pequeño huerto que en casa, pues tampoco.
Luego vas creciendo más, y conociendo más los antecedentes de hecho de la familia y los alrededores. Es decir, del pueblo del que provienen (provenimos). Un sitio que presenta un porcentaje de casos de enajenación mental sensiblemente superior a la media. Con casos llamativamente escandalosos, como visiones de muertos, apariciones de familiares sólo de cintura para arriba (“se me apareció la mitad de mi padre”, les juro que he oído yo), intentos de suicidio por ahogamiento en medio metro de agua, duelos a muerte a golpe de azada por quítame allá estos vinos…. Sería un no parar. Y te das cuenta de que el hecho de que el pueblo, que está al lado de otro del mismo nombre, es quizá el único del país en el que el ayuntamiento y los órganos de gobierno recaen en el que se apellida “de Abajo”. El de mi madre, ya lo habrán adivinado, se apellida “de Arriba”.  ¿Recuerdan el anuncio del Fairy de Villarriba y Villabajo? Pues, extrapolando a esta zona, hubiera ganado Villabajo. Casi un expediente X.
El caso es que tú a esas cosas no le das importancia. Tus padres son tus padres, unos señores mayores, a los que no te imaginas jóvenes, ni con un pasado que les haya podido marcar. La verdadera modernidad, el verdadero mundo, la realidad, eres tú.  Así que te tomas esas anécdotas como chascarrillos de la prehistoria, y sigues creciendo, a tu aire. Atento a tus tiempos. Sin pensar, sin ni siquiera sospechar, que el pasado siempre vuelve.
Porque mi madre se pasó tanto tiempo en el pueblo, en ese ambiente paramés, desértico, endogámico y alcohólico, que acabó olvidándose de que se podía vivir de otra manera. Y cuando tuvo la oportunidad, viviendo en una ciudad, con hijos que tenían otra realidad, con un marido que vivía en otras coordenadas, no supo adaptarse. Lo suyo siguió siendo siempre quedarse al amor de la lumbre preocupada por nosotros y por el marido, y currar para tener la casa como una patena. Era lo que se estilaba en el pueblo (expedientes x aparte), y ella no supo reciclarse convenientemente para adaptarse a su nueva realidad. Aquello ya no encajaba demasiado en la vida que teníamos. Pero ella era así. Y trate usted de cambiar a una mujer, y luego me lo cuenta.
Los tres hijos fuimos a la universidad. Algo que, para mis padres, era el no va más del ascenso social. Por encima de eso sólo cabía ser ministro (lo de presidente, directamente, no se contemplaba: eso era una figura mítica, investida de autoridad divina). De hecho, era una expresión recurrente, para aludir a alguien especialmente listo o despabilado, decir “este va para ministro”. Visto el panorama actual, es una suerte que los pronósticos fallaran, porque el prestigio de los ministros ha caído bastante, últimamente.  El caso es que, sin llegar a cargos oficiales de enjundia, los tres hermanos hemos conseguido ganarnos la vida relativamente bien. Con los tiempos que corren, podríamos decir que sobrevivimos sin demasiados problemas, que es el equivalente a decir, hace 50 años, que te has comido el mundo. Consecuencia de esto, sin embargo, ha sido que nos hemos tenido que ir de casa, un pequeño inconveniente que tiene el progreso de los hijos. Un pequeño inconveniente que mi madre, al parecer, no había previsto. Esto le ha acarreado una depresión de nivel DEFCON1, no demasiado preocupante, también conocida como “síndrome del nido vacío”. Les pasa a muchas mujeres. Lo normal es que les dé por la fibromialgia. A mi madre, que es mal original, le dio por los infartos.
Todo tiene su explicación. Es una explicación rara, pero es la única que hay. Como yo no fui un estudiante tan aplicado como mis hermanos, resulta que, prácticamente, los tres nos graduamos y empezamos a trabajar a la vez. Lo que implica que los tres nos fuimos de casa a la vez. Un shock en toda regla para una señora, mi madre, que había visto su vida girar durante 30 años alrededor de las necesidades y peripecias vitales de los tres hijos que tenía en casa. De repente, se ve sin ninguno de ellos. Y decide tener infartos. No sé si por llamar la atención, porque el cambio de revoluciones fue demasiado brusco o porque la fibromialgia no le molaba. El hecho es que en el primer año que estuvimos fuera de casa, mi madre tuvo tres infartos.  Cada vez que sonaba el teléfono, te subían las pulsaciones. Los viajes al hospital se convirtieron en una rutina. Ya conocías a las enfermeras de coronarias por el nombre. Una fiesta, vamos.
Han pasado varios años, y mi madre ha cambiado el objeto de sus preocupaciones. Como ve que sus hijos no son tan inútiles como ella pensaba, ahora ha centrado su atención en sus padres, mis abuelos. Algo que tiene difícil remedio. Mis abuelos están muy mayores, pero tienen buena salud. Algunos achaques, claro, pero nada que yo no firmara para tener noventaypico tacos. Sin embargo, se les ha ido algo la cabeza. Sobre todo a mi abuela. Lo de mi abuelo es más un recrudecimiento de las costumbres de toda su vida. Siempre preocupado de trabajar, y de pasar su tiempo libre lo más tranquilo posible, lejos del control de su mujer, ahora no le hables de residencias, asistentas y demás historias. Se niega a reconocer que necesita ayuda. O más bien es que no quiere extraños cerca, que hagan más patente su invalidez actual, y no es capaz de reconocer que sus hijos no disponen del tiempo, ni de la energía mental y física para cuidarlo, que es lo que, probablemente, a él le gustaría. El resultado de todo esto es que mi madre ha encontrado un nuevo objetivo en el que verter sus afanes cuidadores. Algo que puede ser lógico. Pero que deja de serlo cuando pone  encima el bienestar de los abuelos de la salud personal. Cuando pone por encima de disfrutar de sus nietos el torturarse asistiendo al declinar de mis abuelos sin poner ningún remedio eficaz.
La consecuencia de todo esto es que mis padres, ahora que están jubilados, tienen una relativa buena salud y tienen a sus hijos sanos y con trabajo, y a unos nietos que los adoran, están peleados. El viejo síndrome del páramo. La endogamia del pueblo materno ataca de nuevo. No vamos a ser felices si existe una mínima posibilidad de ser infelices. En este caso, los abuelos. Pero si no fuera esto, sería otra cosa. El caso es estar amargada. Y tener infartos.
Lo peor del caso, como los más perspicaces habrán adivinado, es que yo he heredado muchos de los rasgos psicopáticos de mi madre. Esa tendencia a la depresión, ese buscar problemas donde todavía no los hay, ese hacer un castillo de un grano de arena, ese olvidarse de disfrutar de las cosas que tienes y amargarse pensando en las que te faltan. Así es mi madre. Y así soy yo. Sin infartos, pero todo se andará.
Por fortuna, yo me casé con una mujer que es el contrapunto perfecto a mi forma de ser, o de pensar, o de sentir. Una mujer que es capaz de pegarme un sopapo cuando me pongo tonto, o cogerme de las orejas y llevarme al psiquiatra, a que me dope para que no haga estupideces, o de convencer a mis hijos de que me convenzan para dejar de fumar, etc, etc. Casarme con ella ha aumentado mi esperanza de vida en unos 15 o 20 años, sin exagerar.
Pero la herencia está ahí. Los genes son poderosos. Y no tienen amigos. Reclaman lo que es suyo. No es nada personal. Ellos hacen su trabajo. Y lo hacen muy bien. Mi madre es lo que me recuerda que cualquier episodio vital puede ser interpretado siempre de la peor forma posible, para hacernos sufrir y pensar que la vida es una mierda. Así que ahora me toca debatirme entre las ganas (y la sensación de deber) de ver a mis padres, y el instinto de supervivencia que me dice que cuanto menos me acerque al entorno dominado por los procesos mentales de mi madre tanto mejor para mí. Es una dura decisión. Más, si incluimos en ella a mis hijos, y a mis hermanos.
Pero, en fin, lo primero es lo primero. Y dicen que el primer paso para superar un problema es reconocerlo. Si puede ser públicamente, en un foro permeable al trasfondo del asunto y que pueda brindarte apoyo, mejor. Estilo alcohólicos anónimos, vamos. Así que allá va mi confesión: soy hijo de una mujer cuya capacidad para buscar problemas donde no los hay he heredado, así como su incapacidad para descubrir ningún aspecto positivo en las cosas que vas consiguiendo en la vida. Ahora debería haber un coro diciéndome: hola, Samuel, no estás solo, te queremos, te entendemos, cuentas con nuestro apoyo. Pero no lo hay.
Así que tendré que apoyarme en mi mujer, en mis hijos, en mis hermanos (que parecen sorprendentemente a salvo de este síndrome paramés) y en las benzodiacepinas. De momento está funcionando. Empiezo a disfrutar de las cosas que tengo, y a pensar menos en las que podría tener.
Mis compañeros de resort, aquí abajo, me dicen que no me fíe. Que la genética es una fuerza poderosa y desconocida. Que la herencia acaba siempre reclamando lo suyo. Quizá tengan razón. Pero a mí siempre me ha gustado comprobar mis teorías por mí mismo, sin hacer caso al paradigma predominante. Así que vamos a ver si la química y el amor pueden vencer a la genética. No me negarán que es un combate apasionante. Aquí abajo alguien ha sugerido que esto lo coge Don King y nos hace de oro a todos. Pero, qué quieren, uno es discreto, y prefiere que el combate se dispute en la más estricta intimidad. Solo familia y amigos.
Desde el infierno, atentamente,
Samuel S. Morgenstern.

jueves, 8 de agosto de 2013

EVOLUCIONANDO

Es curioso como van cambiando las cosas con el paso del tiempo. O con la variación en la dosis de tranquilizantes. O con los cambios en los ciclos de la bipolaridad. El caso es que cambian. Cambia el estado de ánimo con que uno ve las cosas, para ser más exactos, porque las cosas siguen siendo las mismas. Y no me pidan una descripción detallada de cómo son, que ya nos conocemos y si empezamos por ese camino vamos a acabar muy mal.
El caso es que mi manera de ver el mundo ha ido cambiando. Indudablemente, la química ha tenido mucho que ver en ello, metiéndome dos marchas menos para rebajar un poquito la velocidad y apreciar mejor el paisaje. Y también los comentarios (algunos, al menos) de mi psicóloga, que después de pensarlos durante mucho tiempo (pero mucho, mucho, porque hace más de un mes que no la veo, así que calculen) me han llevado a algunas conclusiones interesantes. Como soy lento para casi todas las cosas, esto de haber bajado las revoluciones ha resultado un buen negocio. Me ha puesto en el punto exacto en el que poder pensar, y en el que la vergüenza al comprobar la cantidad de gilipolleces que uno ha pensado/planeado/cometido/dicho/escrito en los últimos meses no me afecta como para volver a pensar que todo es una mierda, que uno es un tipo maldito condenado al fracaso y demás historias recurrentes en un servidor. Por el contrario, la vergüenza y las reflexiones me han pillado, como les digo, con el ánimo propicio.  No tan pasado como para que me importe un pito, pero no tan reactivo como para que me afecte demasiado. Es decir, en el punto exacto para pensar, sin condicionantes emocionales extremos. Pensar así da gusto. Es como ponerte a jugar al fútbol en el Nou Camp o el Bernabéu, con la hierba recién segada, regadita, temperatura ideal… si no juegas bien es porque no sabes. Modestia aparte, yo sí sé pensar. De una manera original, si quieren, pero sé. Y las cosas que he ido pensando durante esta temporada han sufrido una evolución importante. Positiva, seguramente, pero desconcertante.
Hace un tiempo (me gustaría precisar más, pero la percepción temporal todavía la tengo un poco alterada, y quizá diga un par de meses cuando han sido un par de semanas, o un día cuando ha pasado mes y medio; también podría tirar de hemeroteca, pero, sinceramente, me da pereza) todo me parecía una mierda: el mundo en general, mi vida en particular y cualquier añadido colateral que pudiera imaginar. Nada me gustaba. La única solución que veía era quitarme de en medio. Lo que pasa es que soy un poco nena y las formas más facilonas de suicidarse son un poco bruscas, como demasiado truculentas para mí: cortarse las venas, tirarse por la ventana, arrojarse a las vías del tren, pegarse un tiro…. Yo pensaba en algo más sutil, más elegante, más cómodo. Púseme a buscar, a medias en la memoria y en internet, y hallé formas excelentes de decir ahí os quedáis. Indoloras, incruentas, limpias. Pero…. Siempre hay un pero. Todas tenían un problema. Pensé en un cóctel Brompton, que además de quitarme las penas iba a dejar patente mi nivel, Maribel. Que no todo el mundo sabe de qué va el tema. Pero me faltaban ingredientes. Y eso que trasteé entre el equipo de mi legítima, que de drogas legales y/o medicamentos raros maneja un huevo, pero nada. No estaba el ingrediente secreto. Y la ginebra a palo seco me parecía un poco bestia para matarse. Todo es ponerse, claro, pero, en fin… estamos hablando de irse con un poquito de clase.
También pensé en un lamentable y fatal accidente laboral. Son cosas que pasan. Mucho más de lo que deberían pasar, dicho sea de paso. Pero, debido al sector en el que un servidor trabaja, los accidentes laborales se encuadrarían en la temática que va de La matanza de Texas a Dexter. Si la truculencia no fuera obstáculo, mi trabajo sería el paraíso de los suicidas: maquinaria pesada, alta tensión, alturas… barra libre. Pero, para un ser delicado y angelical, como un servidor, nada de esto encajaba.
Un accidente de tráfico tampoco estaría mal, me dije entonces. Al fin y al cabo, le pasa constantemente a un montón de gente, y yo cojo el coche todos los días. No tendría nada de raro. Pero, puestos a analizar con detenimiento, no es un método que ofrezca garantías de éxito. Sí, lo de empotrarte contra un camión que viene en sentido contrario está en tu mano, pero de ahí a que del choque resultes fiambre hay un trecho. Porque la vida (o la muerte) es así de caprichosa, y lo mismo te pegas una hostia como un piano contra un camión y sales sin un rasguño como te caes de la silla al reírte cuando te cuentan un chiste y te desnucas.  Si queríamos  asegurar, el tráfico también quedaba descartado.
Lo mío, para ser sinceros, eran las pastillas. O sea, la química. Y si podía ser algo peliculero, mejor. Quiero decir que entre empacharse de valium hasta que se te salgan por las orejas o tomarte un trankimazin combinado con anectine, no hay color. Una pastillica para amodorrarte mientras otra te paraliza todos los músculos y te quedas sin respirar, como un pajarito. Elegante, sofisticado, fácil, indoloro. Pero problemático. Porque desde que mi mujer me vio con tendencia al vuelo sin motor me enajenó el talonario de recetas, con lo cual la posibilidad de autorecetarme los venenos necesarios se fue a tomar por el culo. Fíjense si será perra la vida que ni siquiera morirse cuando uno quiere es fácil.
El caso es que, mientras esperaba a que se me ocurriera una solución al problema, me dio por pensar que, total, puestos a matarme, podía darme el capricho de hacer alguna de esas cosillas que hasta entonces no me había permitido hacer por temor a las consecuencias. Como ahora las consecuencias las iba a pagar el maestro armero, el tema presentaba posibilidades interesantes. Los ingleses  (o los americanos, o los australianos, o algún otro grupo de infraseres angloparlantes) lo llaman “the bucket list”: la lista de cosas que te gustaría hacer antes de estirar la pata. Así que me puse con ello.
El primer punto de mi lista, jugar en la NBA, lo descarté inmediatamente. No por imposible (admito que es improbable, pero no más), sino porque últimamente juega allí cualquiera, y ya no deja la impronta de qualité de cuando a mí me obsesionaba el baloncesto. Así que seguimos al punto siguiente: mujeres. Y ahí es cuando se lió el tema. Porque entonces cedí a la tentación de llamar a mi mujer maldita. A la que conocí hace tres años y me hizo añorar una vida que nunca tuve. A la que me hizo creer en coincidencias cósmicas, en destinos y en cosas así. Solo que ahora el asunto iba más por derecho: simplemente, me apetecía estar con ella, como no pude estar en su momento. Hablando en plata: quería follarla.
Aunque el tema no era consciente, debo decir en mi débil defensa. Era más bien una necesidad de justificación, una manera de pedir perdón por las meteduras de pata pasadas. Una forma de decir los siento, me ponías mucho pero no me atreví y te dejé colgada y haciendo chof chof. Y aquí surgió un problema. Porque ella no me recibió de uñas, con un vete a la mierda, y ojalá no vuelva a oír hablar de ti en la puta vida, sino con una comprensión casi fuera de lugar. Qué tal te va. Pues así, así. Yo tengo apendicitis. Vaya. Lo siento. Yo me quiero suicidar. Bueno, se veía venir, pero no seas imbécil. Ja, ja. No, en serio, que estoy fatal, que no hay día que no piense en matarme. Anda, no seas imbécil. Y tal, y cual….
Y entonces pasó una cosa curiosa: cuanto más hablaba con ella, menos quería matarme y más quería follarla. Así que se lo dije: Oye, que quiero follarte. Y ella me dijo: Muy bien, pero hace tres años tuviste la oportunidad y dijiste que no. ¿A qué viene ahora este cambio? Sería muy largo de explicar, dije yo, pero dame una pista, por lo menos, de si hay posibilidades. Haylas, contestó. Y servidor se olvidó temporalmente de las ganas de matarse.
Lo que pasa es que la logística del caso seguía siendo complicada. A 300 km de distancia, yo hasta las orejas de curro, con la dead line (los términos ingleses me pierden, de lo gráficos que son: yo pensando en matarme y el jefe queriendo asustarme con la dead line… es que te tienes que reir) siempre encima, con el ligero inconveniente que para conducir suponen la convalecencia de una cirugía mayor o estar hasta las orejas de benzodiacepinas, que te dejan los reflejos a la altura de un octogenario a la hora de la siesta, sus hijas, mis hijos, mi mujer, su marido… todo complicaciones. La verdad es que a la hora de poner tentaciones, los diablillos se lo podían currar un poco más y dar alguna facilidad, porque así no quedan más cojones que hacer de la necesidad (imposibilidad, más bien) virtud.
Y, como es lógico, del hecho de hablar todos los días con una mujer a la que te quieres zumbar y no puedes, y encima siendo consciente de que pudiste hacerlo en su día y no quisiste (agravante del caso, sin ninguna duda), sobrevino la consecuencia lógica de que un servidor, con la tensión a la altura del techo del piso de arriba, comenzó a decir estupideces. Y ella se enfadó, y yo juzgué que lo mejor que podía hacer era cortar la comunicación, para evitar males mayores. Ya saben aquello de que vale más permanecer en silencio y que piensen que eres imbécil que abrir la boca y disipar la duda. Pues yo tengo mi personal interpretación del adagio: primero dejo claro que soy imbécil, y luego me callo. Cuestión de tiempos.
Entra en escena entonces un viejo amigo. No recuerdo muy bien a santo de qué, porque la memoria a corto plazo sigue hecha unos zorros, pero resulta que el muy cabrito va y me escribe un guasap. Y, raro fenómeno que no se da todos los días (los fans de Eugenio apreciarán este leve pero sincero y cariñoso homenaje), le contesté. Y comenzamos a hablar con frecuencia. Y como me vio hecho unos zorros, me preguntó de qué iba la película. Me pareció muy largo de explicar por guasap, y como hablar por teléfono no se me da nada bien, le dije que se leyera el blog, que más o menos una idea se haría. Así lo hizo (lo de leer el blog; lo de hacerse una idea lo dudo, porque escribir drogado no es lo mejor para que le entiendan a uno). Y me dijo de vernos. Y nos vimos. Y conocimos a su chica, y pasamos un día juntos, y comprobé que él también lleva lo suyo a cuestas. Lo que me hizo replantearme si no estaría exagerando yo un poquito lo mío. Naturalmente que sí. La vida es así. Te agobia, te aprieta, te ahoga, pero también te da momentos sublimes. Cuanto estás con un amigo. Cuando te ríes con alguien que entiende tu sentido del humor (a mí esto me pasa poco, pero cuando pasa, mola). Cuando follas con alguien a quien le tienes ganas. Cuando haces el amor. Cuando haces el amor con alguien a quien tienes ganas de follar (esto ya es para nota, se lo aseguro, y lo digo con conocimiento de causa). Cuando recuerdas alguna frase tremendamente estúpida o tremendamente genial de tus hijos. Cuando recuerdas algo que hiciste bien. Cuando recuerdas algún momento en el que viste algo tan hermoso que no supiste que pensar. O, puestos a los mínimos, cuando recuerdas que, por lo menos, hubo algo que hiciste mejor que los demás: fuiste el espermatozoide más rápido de todos los participantes en la carrera. Y eso no te lo quita nadie.
Evolución. Cambio. Adaptación. Todo eso es la vida. Por más que a mi me reviente, que prefiera que nada cambie, encontrarme siempre el mismo paisaje, las mismas circunstancias, las mismas soluciones para los mismos problemas. El juego no funciona así. Todo cambia. Incluido yo. La vida tiene sus reglas. Hay que cambiar.  Hacer lo que haya que hacer. Y tragar lo que haya que tragar. Luego,  siempre tendrás esos momentos especiales. ¿Valen la pena? El truco es pensar que sí. Que merecen la pena. Aprender a disfrutar de los pequeños momentos de tregua. Del aroma del café por la mañana, de un gol decisivo de tu equipo, de una tarde perfecta con tus críos (aunque sea una de cada 1000, que viene a ser la media), de un marrón bien resuelto en el trabajo, de un polvo bien echado, de un abrazo que te hace no necesitar echar un polvo. En eso consistía la vida, fíjense. Todo lo demás era relleno.
Ahora estoy mucho mejor. He aprendido un montón. He sacado adelante un montón de curro, contra las previsiones más optimistas del más optimista de mis jefes (que, les aseguro, es mucho decir), empiezo a pensar con tranquilidad, he recuperado a mi amigo el encantador de escarabajos, y ya sólo me queda acabar de convencer a mi mujer de que esto es de verdad, que la mejoría que ella cree ver es real. Que ya no pienso en matarme. Y que seguiré aprendiendo a que me basten esos momentos de felicidad para sobrellevar la vida en las trincheras. Lo hace todo el mundo, así que no puede ser tan difícil. Ni siquiera para una nena como yo.
Lo que no tengo claro, ni de lejos, es si romper el silencio radiofónico autoimpuesto con mi mujer maldita, con mi obsesión. No sé si debería pedirle perdón o sería mejor dejarlo estar. Si volver a hablar con ella daría pie a una nueva escalada tensional que quién sabe cómo acabaría, o si mi primer mensaje sería respondido con un justificado exabrupto y una maldición gitana. Dudas. Siempre dudas. Pero dudas relativas. Porque, en realidad, sé lo que quiero. Quiero pedirle perdón por un montón de cosas. Quiero darle las gracias por otro montón. Y quiero preguntarle si podemos ser amigos.  Solo que no me atrevo.
En el infierno están acojonados, viéndome escribir tanto rato, en lugar de dedicarme al vicio. No saben qué pensar. Ahora que empezaban a considerarme uno de los suyos, voy y me pongo a hacer cosas raras. Los tengo confundidos. Se les oye murmurar. Pobres diablos. Nunca han entendido que escribir es un vicio como otro cualquiera. O peor. Pero no pienso aclarárselo. Allá ellos.
Desde el infierno, siempre atentamente,
Samuel S. Morgenstern.

viernes, 2 de agosto de 2013

PRÍNCIPES, REYES... AMIGOS

Hace tiempo que no escribo, señal inequívoca de que mi ánimo y mi cabeza están mucho mejor. También hace tiempo que no hablo con mi mujer maldita, cosa que quizá (sólo quizá) tenga algo que ver en la mejoría. Lo más probable es que se deba a una conjunción de causas que no haya quién la desenrede, pero es lo que hay. El trabajo aprieta y te deja poco tiempo para alegrías, prescindes de algún que otro vicio (u obsesión) y compruebas con sorpresa que eres capaz de soportarlo, reencuentras viejos amigos, viejos placeres. Vaya usted a saber cuánto ha influido, o si lo ha hecho realmente, cada una de estas cosas en la aparente mejora de mi locura.
Como las filosofadas sin solución no me gustan demasiado (vienen a ser como un magreo sin final feliz), intentaremos ceñirnos a hechos concretos. Uno de los últimos consejos que me dio mi mujer maldita, mi obsesión, fue que hablara con mi amigo. Que me vendría bien. Sea por casualidad, sea porque le hice caso, sea por cualquier otra causa en la que se puede incluir una conspiración entre mi mujer y mi amigo, el caso es que he hablado con él. Incluso nos hemos visto, ya que tampoco vivimos demasiado lejos. Un domingo ocioso por ambas partes, un par de horas de coche, y ya estamos cara a cara.
Un encuentro que sirvió para muchas cosas. En primer lugar, para conocer a su chica. Un encanto, por cierto. Parece que se hacen felices mutuamente, que es lo mínimo que se merecen (por lo menos él, aunque ella también tiene pinta de ser buena gente y merecerlo). También para que conociera a mis críos, porque la única noción que tenían de mi amigo era una fugaz visita una noche de hace varios meses, a la hora de acostarse. Lo que viene a significar que ni él ni ellos tenían una idea clara del contrario. Y, no sé muy bien por qué, me apetecía que mis hijos lo conocieran. Tal vez porque es una persona especial (para mí, pero también especial en general, de esas que te encuentras pocas en la vida), tal vez porque necesitaba que mis hijos vieran que su padre también conoce gente, y no se dedica sólo a trabajar y a correr. O tal vez porque no sabía que hacer con ellos el domingo y pensé que cuantos más fuéramos a cuidarlos, a menos tocaríamos. Pongan x en esta casilla.
Julia y él se caen muy bien. Eso no es sorprendente, porque Julia le cae bien a casi todo el mundo, y él también. Pero también hizo buenas migas con mi amiga consorte. A los hombres nos tocó encargarnos de entretener a los niños, y, cuando podíamos, que no era muy a menudo, hablar de nuestras cosas. Así que aprovecharé para comentar, una vez más, que a mi estos modelos modernos de maternidad no acaban de convencerme. Con qué nostalgia recuerdo a  mi madre custodiándonos mientras mi padre hablaba con los demás hombres, sin niños que los distrajeran de sus charlas serias e importantes (aunque a lo mejor hablaban de fútbol y de las fotos del Interviú, vaya usted a saber). Aún así, lo pasé bien. Verlo siempre me pone de buen humor. Y siempre me parece increíble que haya decidido ser amigo mío.
Desgraciadamente, él tampoco lo está pasando muy bien. Problemas de salud en la familia, sensación de sentirse desbordado, cansancio acumulado, expectativas defraudadas… No está en su mejor momento, y verlo así me dejó un regusto amargo, que traté de asimilar durante todo el viaje de vuelta. En cualquier caso, me alegró verlo, me alegró conocer a su chica. Me alegró poder abrazarlo (aunque un poco así como sin querer, por el qué dirán).
Desde entonces hemos cogido la costumbre de guasapearnos sin piedad por las noches. Para hablar un poco de todo y de nada a la vez. Para saber cómo van las cosas. Para confirmar que el otro sigue en su sitio, aguantando. Para echarnos unas flores, darnos ánimos, confesar flaquezas. Aunque para mí que la razón principal es que me quiere tocar un poco los huevos y elige ese momento porque es cuando yo aprovecho para hacer abdominales (detalle éste que le confesé el domingo, en un momento de debilidad). Y a pesar de que él está probablemente más en forma que yo, tuvo el buen gusto de mostrarse impresionado, alabarme y tal. Pero, a la hora de la verdad, se ha impuesto su lado gamberro y siempre me manda los guasaps cuando estoy en plena faena. Y sé que lo disfruta, porque sabe que me hace perder la cuenta. En fin, ya saben: cabronadas de esas que les tienes que hacer a los amigos porque los enemigos no se dejan.
Espero sinceramente que mejore. Que mejoremos los dos. Y que podamos vernos más a menudo en el futuro. Pero, de momento, me gusta saber que está ahí, y que el sepa que estoy aquí. Que aunque los dos estemos un poquito jodidos, siempre tendremos un empujón para el otro, si lo necesita.  Y que podemos compartir, sin necesidad de ponernos dramáticos, muchas cosas gracias a un sentido del humor socarrón, negro, ácido, mesetario, que los dos compartimos. O gracias al gusto por películas en las que una sola escena, o una sola frase, justifica el precio de la entrada (o, en mi caso, que voy poco al cine, tirarse dos horas en el sofá, en lugar de estar inventando la vacuna del SIDA).
Recuerdo que cuando lo conocí, cuando apenas nos estábamos conociendo, vimos una película preciosa. Cinema Paradiso. Aún hoy es una de mis favoritas, y la primera vez que la vi me emocionó hasta el llanto. Algo que le comenté, un rato después. Y entonces ocurrió algo curioso: que el que casi se pone a llorar, cuando yo ya estaba repuesto, y la cosa parecía un poco fuera de lugar, fue él. Me contó entonces que esa película le tocaba una fibra muy sensible y personal. Sus padres habían tenido un cine, también. Y, como en la película, a él le había tocado ver cómo se cerraba. Cómo aquella sala que le había alimentado sueños e ilusiones se quedaba en silencio para siempre. Ver aquella película le recordaba una época en la que, según sus propias palabras, se le habían caído los huevos al suelo. Y, con todo y con eso, todavía era capaz de apreciar la belleza de la película, destacando por encima de todas la última escena, la de los besos  robados por la censura que Alfredo, el viejo operario del Paradiso, el viejo amigo, el maestro, el padre,  guarda como regalo para Totó. Cuando Alfredo ya no está. Cuando Totó ya no es Totó, sino Don Salvatore. Una cinta hecha de besos robados, de recuerdos. De la esencia del cine. De la esencia del cariño. Pura magia.
En fin, me pongo lacrimógeno, y no me apetece a estas horas, así que cambiamos de tercio. Otra película que compartimos en aquellos tiempos, y que se convirtió en mítica con el pasar de los años, fue La Princesa Prometida. Un cuento de hadas, muy bien contado, y con un sentido del humor que le quita el extra de almíbar que podía hacer chirriar la cosa. Pues, ya ven como es esto, la semana pasada la vimos juntos. A un par de cientos de kilómetros de distancia, pero comentando las jugadas más interesantes por guasap. Y peleándonos por anticipar los diálogos, tratando de marcar paquete y demostrar que nos la sabemos de memoria mejor que el otro. Aunque, si lo piensan, y a pesar de que tengamos más de 40 tacos, es normal que nos guste: aventuras, piratas, venganza, duelos mortales, espadachines, magia,  amor verdadero… y, por encima de todo, una frase. Si, esa en la que todos ustedes están pensando: “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”.
Y de película en película, llegamos a otra de esas en las que una sola frase justifica todo lo que se hayan gastado en hacerla y todo lo que tú te hayas gastado en verla. Una película con muchos y variados ingredientes para gustar: la historia es buena, los paisajes del otoño de Nueva Inglaterra no son de este mundo, sale Charlize Theron (ya ven que no estoy todavía curado, y pongo por delante de Charlize Theron a unos paisajes), la banda sonora es de las que tocan la fibra… Las normas de la casa de la sidra. Una película en la que ambos coincidimos que, por encima de todo lo anteriormente citado, destaca poderosamente una frase que es más que una frase. Una frase que es, en palabras de mi amigo, la mejor forma de dar las buenas noches que ha oído en su vida. Una frase que servía para que un puñado de huerfanitos pudiera dormir creyendo en un mañana mejor. Una frase que ahora sirve para que dos amigos se vayan a la cama pensando que cuando amanezca el mundo será un lugar un poco menos sucio.
Por eso ahora la usamos todas las noches. Después de que mi amigo se divierta haciéndome perder la cuenta de las abdominales, repasemos nuestros respectivos estados, hagamos algunos chistes malos con  juegos de palabras facilones, nos damos las buenas noches.
Yo soy el príncipe de Maine.
Él es el rey de Nueva Inglaterra.
Y quiero creer que ambos nos dormimos con una sonrisa.
Cuando he vuelto al infierno, ni siquiera se lo he comentado. Qué sabrán ellos de cine. Qué sabrán ellos de amigos. Y, después de todo, ya estoy preparando mi vuelta al mundo real. No pensarían que las vacaciones duran eternamente, ¿verdad?
Suyo atentamente,
Samuel S. Morgenstern