miércoles, 24 de julio de 2013

VENGANZA

Ayer vi una película a la que le tenía ganas. Munich. De Spìelberg, lo que ya de por sí son palabras mayores. Añadámosle que la historia me pone, y tenemos un par de horas en las que soy incapaz de despegar la vista de la televisión. La peli es de 2005, me parece, con lo que pueden hacerse una idea de la disciplina que gasta un servidor para visionar estrenos, por más que la temática le resulte interesante. Un retraso de ocho años, una historia que ya conocía bastante bien, pero, qué quieren, disfruté más que un gorrino en un charco de barro. Uno es así de simple.

La historia, y paso de advertir que esto es un spoiler, porque ya van ocho años del estreno, y además el tema es cultura general, va de venganza: a los judíos (israelís) les mataron 11 atletas durante los juegos olímpicos de Munich, en 1972. Eran años convulsos, cuando los árabes todavía se creían que podían ayudar a los palestinos a expulsar a los judíos de la tiera prometida (prometida por quién, y para quién?). Unos tipos con pocos miramientos montaron un grupo llamado Septiembre Negro (en recuerdo de no sé qué movida que había pasado en un Septiembre de hacía unos años), entraron en la villa olímpica y secuestraron a todos los israelitas que pudieron. Llamaron la atención del mundo, que probablemente era lo único que querían, y luego se pusieron a pensar en el tema de cómo escapar. Uno de esos detalles que siempre se quedan para el final. Pidieron un aeropuerto, unos helicópteros, un avión grandote... pero les hicieron la del chino. Los alemanes, que de sutilezas y diplomacia andan con lo justo, los llevaron al aeropuerto, los pusieron ante un Boeing vacío y cuando los palestinos todavía tenían cara de esto no puede estar pasando, se liaron a tiros. No fue una buena idea. Se cargaron a unos cuantos terroristas, sí, pero éstos se llevaron por delante a todos los rehenes (9, mas dos que se habían cargado en la villa olímpica), algún piloto de helicóptero y un policía alemán. De los terroristas, sólo tres sobrevivieron. Un cristo de padre y muy señor mío.

Pero, oigan, estaban en Alemania. Y allí los horarios se cumplen. Se pararon los juegos un día, por el qué dirán, y seguimos con la función. Los israeitas echando humo por las orejas, los egipcios abandonando Alemania por si las moscas (tipos inteligentes), los demás países árabes insistiendo en mantener sus banderas en todo lo alto, en lugar de tenerlas a media asta, durante el acto de duelo y homenaje. ¿A que se veía venir que se iba a liar?

Efectivamente, se lió. Israel decidió que, puestos a elegir entre las opciones de vivir acojonados por los palestinos o acojonar a los palestinos, la segunda opción era mucho mejor. Así que montó un dispositivo que les costó un huevo de la cara, que todavía a día de hoy no está muy cómo se organizó, pero que se llevó por delante un montón de dirigentes palestinos, por todo el mundo. Daba lo mismo que hubieran sido autores materiales, intelectuales, ideólogos, simpatizantes o que pasaran por allí. El caso era que si estabas cerca de la OLP o alguna organización similar, tu esperanza de vida podía verse reducida drásticamente.

La película, no obstante, dura un poco más de lo deseable (un fallo bastante común en Spielberg) y nos muestra todos los traumas que los asesinatos, los bombazos, el espionaje y la defensa de la tierra prometida deja en los protagonistas. Es decir, convierte una película de acción en una película de pensar. Lo que constituye una putada gorda donde las haya.

En fin, es una película. Y esos hechos quedan muy lejos. Yo estaría mamando alegre y despreocupadamente de mi madre mientras los palestinos escabechaban atletas judíos, los agentes judíos escabechaban dirigentes palestinos y los informativos se frotaban las manos con el festival que les estaban ofreciendo. Así que, como  les digo, la matanza de Munich, y la operación Cólera de Dios (que fue como Israel denominó a la persecución de los otros por todo el mundo) quedan bastante lejos.

Sin embargo, el tema principal de la película, la venganza, sigue de actualidad. Siempre lo ha estado, y siempre lo estará. Aunque no sé muy bien por qué, la verdad. Porque, contra todo lo que se dice, vengarse del que te ha hecho una putada no te hace sentir mejor. Hacerle una putada a él mola, eso sí, pero tú no te sientes mejor. Y cuantos más medios has puesto en el empeño, más ridículo te sientes. Más ruín. Tanto para ésto. A lo mejor no merecía la pena.

Entonces me vino a la cabeza una historia de hace un porrón de años. Gracias al pastillaje, mi memoria a corto plazo es un cachondeo, pero sigo teniendo unos recuerdos bastante fidedignos de lo que pasó hace mucho tiempo. Y esto fue hace 27 años, así que calculen.

Vamos con los antecedentes de hecho. Un servidor, a la tierna edad de 14 añitos, acababa su primer entrenamiento del año con el equipo del colegio. Había estrenado unas botas de tacos (de segunda mano, por supuesto; en aquellos años todo era heredado, pero no por ello menos ilusionante) y acababa de recibir la camiseta con la que jugaría durante toda la liga. Volvía para casa más feliz que una perdiz.

Era finales de otoño, que es cuando los colegios organizan estas cosas. En esa época, las tardes son ya cortas, y a poco que te demores en los preparativos, el entrenamiento y vestirte de nuevo para volver a casa, te encuentras con que es noche cerrada. Estábamos en una ciudad pequeña. Eran los años 80, donde la proliferación de farolas que ahora disfrutamos o sufrimos (según los casos) quedaba todavía muy lejos, y quien más, quién menos tenía que atravesar algunas calles un pelín oscuras para llegar a casa. Sobre todo si vivía en las afueras, como era el caso de un servidor.

Pues nada. Por una de aquellas calles oscuras iba yo, tan feliz, con mi camiseta nueva (número 6, lo que me convertiría en el Xavi del equipo; sólo de pensarlo me descojono), y mis botas de tacos (Adidas, modelo River Plate, tacos de aluminio desmontables, la hostia en verso, oigan), cuando de repente me sale al paso un chavalote repelente, al que conocía de vista, con ganas de macarrerar. Era bastante mayor que yo, así que se lo podía permitir. Mi acompañante, hoy abogado de éxito, pero en aquel entonces un alfeñique, con mucha menos prestancia física que yo (lo que dice muy poco en su favor, todo hay que decirlo) y yo apretamos el culo y el paso y pretendimos ignorar al tipo, pero fue imposible. Porque ustedes me dirán cómo se puede ignorar a un gañán que te saca la cabeza cuando te coge por los hombros (a mí; el futuro abogado se libró y aprovechó para poner tierra de por medio, lo que demuestra que ya desde entonces tenía un sentido práctico de la vida que lo abocaba a la vida en los juzgados), te zarandea, te insulta, te provoca y te amenaza con hacerte cosas que tú ni siquiera sabes lo que son (que es, quizá, lo que más miedo te da). Así que, puestos a no ignorar las cosas, servidor tuvo un impulso de los suyos: con la bolsa en la mano, de supermercados SPAR, conteniendo las botas y la camiseta, intentó un heróico y fallido golpe en la cara del macarra, de resultas del cual la bolsa se rasgó, las botas salieron despedidas a tomar por el saco, y el resultado fue como una dulce bofetada de plástico en la cara de mi apocalipsis particular. No sé quién quedó más sorprendido, él o yo, cuando lo que pretendía ser una revolución en toda regla acabo siendo un desparrame de botines de fútbol y un camisetazo en la cara.  El tío se lo tomó bastante bien, dadas las circunstancias. O, al menos, desde mis expectativas, donde una sodomización seguida de lluvia dorada hubiera sido considerada hasta razonable. El tipo se limitó a sonarse los mocos con mi camiseta, pasarmela por la cara, zumbarme una hostia que me dejó los oidos en función mono durante un tiempo y despedirme con una patada en el culo que me propulsó unos cincuenta metros, francamente aliviado por el hecho de poner tierra de por medio con aquel energúmeno. Sólo unos instantes después recordé que la camiseta y las botas habían quedado allí atrás, en territorio enemigo. Haciendo de tripas corazón, me asomé a la esquina. El enemigo había desaparecido. Así que, después de pensármelo mucho, y con más miedo que vergüenza, me acerque a recoger a toda prisa mis ultrajadas pertenencias y salí pitando para casa. Llegué sin mayores contratiempos. Con el ánimo por los pies, eso sí, y teniendo que aguantar la bronca de mi madre por llegar tarde, sucio, etc...

Esto no dejaría de ser un hecho anodino entre chavales que intentan marcar territorio (él tendría 17, yo 14) si no fuera porque yo soy un rencoroso del copón, y además tengo una memoria de elefante. Nunca me olvidé de aquel macarra. Nunca se me han pasado las ganas de ajustarle cuentas. Jamás. Quizá esto dice poco en mi favor, pero es lo que hay. Y si no fuera porque el destino es juguetón, y años después hizo que mis padres se mudaran, trasladándose a un barrio nuevo. Curiosamente, a unos 100 metros de nuestra nueva casa vivía mi amigo el macarra. Aunque para entonces, habíendo pasado ya unos 8 años,  el tiempo había ajustado cuentas por mí. Porque mientras yo me dedicaba a estudiar, con más o menos provecho, con más o menos dedicación, que eso no es lo que ahora se discute, él se había dedicado con toda la dedicación del mundo a experimentar todos los estupefacientes conocidos. Y probablemente alguno por inventar. El resultado era espeluznante. El macarra se había transformado en un anciano. No. En un zombie. Un ser de paso tambaleante, indeciso, cara inexpresiva, arranques extemporáneos de cólera con su madre (la única persona que, por aquel entonces, todavía tenía algún trato con él). Ya no había lugar para mi venganza, porque nada de lo que yo le hubiera podido hacer a aquel macarra hubiera sido peor de lo que él se había hecho a sí mismo. Pero, ¿saben qué? Me sentí bien. Verle pudrirse en vida me moló. Aún sabiendo que sentir eso no era lo más adecuado, me moló. No era mi venganza, pero era una venganza, al fin y al cabo. La humillación de 8 años atrás había sido vengada.

La cosa ha ido a peor, como no podía ser de otra manera. Mis padres lo ven a diario, y no lo notan tanto, pero yo ya no vivo allí, y cuando voy de visita, de tanto en tanto, y me lo encuentro por la calle,  me parece que han pasado siglos y estoy viendo a un fantasma andante. A un esperpento desdentado, tambaleante, sonado. Qué, asómbrense, tiene todavía la suficiente capacidad emocional (o simbiótica, llámenlo x) para compartir su vida con una mujer. Imagínense qué mujer, claro. Quizá no sumen más de 10 dientes entre los dos, y fácilmente aparenten más de 150 años entre ambos, cuando ninguno llega a 45.

Yo no hubiera podido imaginar una venganza así. Sinceramente. Me hubiera conformado con darle un par de hostias, ahora que soy más fuerte que él. Y punto. Sin embargo, la vida, seguramente indiferente al agravio que este tipo me propinó hace tanto tiempo, decidió por su cuenta que iba a pasarle una factura de restaurante de moda. Una pasada. Lo ha dejado para el arrastre. Ahora darle dos hostias sería perder el tiempo, porque ni las sentiría. Y matarlo, probablemente, sería lo más piadoso que podría hacerse por él. Menuda es la vida cuando se pone a cobrar facturas, propias o ajenas.

Qué tienen que ver los asesinatos del Mossad con un yonki de mala muerte de mi barrio, se preguntarán ustedes. Pues seguramente nada. Pero no puedo dejar de pensar en las ganas de venganza que una vez tuve hacia ese tipo. Y recuerdo perfectamente la justificación que me daba a mí mismo cada vez que imaginaba cómo le partía los dientes, cómo le dejaba la cara hecha un mapa: no es por venganza, es por ganarme el respeto. Curiosamente, esa frase sale también en la película. Qué cosas.

Ya les digo, han pasado una pila de años. Los judíos y los palestinos siguen matándose, con distintos métodos, motivos y justificaciones. De venganza en venganza y tiro porque me toca. Yo nunca pude vengarme de mi macarra. Y ahora, cuando lo veo tambalearse por la vida, no sé si lo que siento es pena por lo que ha sido de él o rabia por no haber sido yo el que lo dejara así. En mis ratos buenos, me inclino por la primera opción. En mis ratos malos.... bueno, en mis ratos malos, mi macarra ocupa un lugar muy retrasado en mis pensamientos. Por delante de él hay muchas otras barbaridades por cometer.

Cuando lo he comentado en el infierno, después de cenar, la peña se ha descojonado de mi. Empieza a ser costumbre, la verdad. Que si soy un blando, que si se nota que soy un realquilado, que cómo amariconan los estudios... 

Quizá tengan razón. Quién sabe. Quizá nadie es realmente alguien hasta que no se venga de su enemigo. O quizá la venganza no tenga ningún sentido en absoluto.

Atentamente, desde el infierno,

Samuel S. Morgenstern.

martes, 23 de julio de 2013

CANSANCIO

Pocas veces he encontrado una frase como la del pie de foto, que ilustre de manera tan perfecta lo que yo quiero decir, gastando mucho más tiempo, más letras y consiguiendo decirlo peor. Estoy cansado es la manera de decir que estoy harto de todo esto. De todo. Quizá sea lo mismo. Un cansancio vital que se transforma en hastío. Un hastío que va conformando un cansancio que hace que la vida parezca no tener mucho sentido. Qué más da. Al final, lo importante no es la realidad, sino cómo uno la percibe. Si uno se siente cansado de todo, está cansado de todo. Si se siente harto, está harto. Y punto.

Naturalmente, psiquiatras, psicólogos, amigos bienenintencionados, esposas preocupadas, amigas con oscuras aspiraciones o sin ellas, familiares, compañeros.... todos intentan hacerte ver que te equivocas. Que siempre hay algo que merece la pena. En ocasiones, consiguen su propósito. En otras, no. Mi caso es una de las veces que no. No hay manera.

Puedo estar dopado. Puedo corregir mis niveles de neurotransmisores. Puedo cambiar los hábitos más nocivos para el control mental (alcohol, por ejemplo; mujeres, periódicos, etc). Puedo cambiar muchas cosas. Incluso puedo vencer mi timidez natural para contarle a una extraña, por muy psicóloga que sea, cosas tan íntimas que jamás le había contado a nadie. Para enfrentarme al escrutinio de un psiquiatra que tiene una pinta, digamos, poco invitadora a creer en su inteligencia, con su despacho lleno de neones y madelmanes. Puedo hacer todo eso, y más. Pero nada de eso va a cambiarme. Porque lo esencial es que no sé si quiero cambiar.

Naturalmente, sé que no soy feliz, y me gustaría serlo. Pero preferiría que fuera el resto del mundo el que cambiara para adaptarse a mi manera de ver la vida. Y dado que eso parece poco probable, también parece poco realista esperar una mejoría significativa en mi estado. No me gusta el mundo en el que vivo. No me gusta mi vida, ni mi entorno, ni mi trabajo, ni mi ocio. No soporto mis limitaciones, y cada vez llevo peor las de los demás, especialmente aquellos que conviven conmigo. La paciencia ha dejado de figurar en mi vocabulario. Quiero las cosas rápido, ya, ahora, sin pensar si me convienen. Sin pensar si me las puedo permitir. La mayoría de las veces, ni me convienen ni me las puedo permitir.

Algunas de las cosas que me molestan del mundo, cierto es, lo hacen muy tangencialmente. El hambre en África me da bastante igual. La falta de respeto a los derechos humanos en el 90 % del mundo, tirando por lo bajo, me deja indiferente. La pesca de las ballenas, el fin de los ecosistemas, la extinción del lince ibérico, la prohibición de las corridas de toros y otras muchas cosas de ese tipo me resultan tan lejanas que no podría, aunque quisiera (que no es el caso) sentirlas como una preocupación. Simplemente, me quedan lejos. Una visión cortoplacista, ya lo sé. Algún día me afectará a mí. O a mis hijos. Algún día vendrán a por mí. Pero, de momento, sólo estan viniendo a por los judíos. Así que no hago nada. (y por favor, no se me hagan los listos diciendo que estoy parafraseando la cita de Brecht, porque no es de Brecht; es de un cura alemán que se llamaba Martin Niemoller).

Pero después hay algunas cosas que resultan insignificantes para el resto del mundo que para mí son como una piedra en un zapato. Algunas rarezas de mi mujer. Algunas servidumbres a pagar en pro de la convivencia doméstica. Algunos pequeños signos de que el tiempo va pasando y ni nosotros ni nuestros mayores vamos a mejorar fisicamente, sino más bien todo lo contrario. La conciencia de que no voy a conseguir muchas de las cosas que me permití soñar. La certidumbre de mi mediocridad y mi falta de coraje, físico y moral. Una mujer que no me conviene pero a la que no puedo evitar desear. Un trabajo sin sentido, o con un sentido abyecto y totalmente falto de ética y respeto. Mi propia manera de ser, que me autocondena a un exilio interior, que impone mi pánico a hablar con desconocidos a mi curiosidad por conocer a gente interesante. Todo eso sí me importa. Todo eso sí que me jode. Mucho. Tanto que me hace plantearme soluciones drásticas. Porque, a pesar de que la receta tradicional dice que los problemas se abordan de uno en uno, creo que de ese modo tardaría demasiado. Aquí tiene que ser todo o nada. O cambio el mundo, o me voy. No hay más. 

Y cambiar el mundo significaría alterar demasiadas cosas que no están a mi alcance. Soy insociable, depresivo, obcecado y rencoroso,  pero también soy realista, y esto queda totalmente fuera de mis posibilidades. Sólo queda irme. La otra solución. La que todo el mundo está temiendo. La que tiene a mi mujer sin dormir durante todo el verano.

Pero, verán, le he prometido a mi mujer que no voy a hacerme daño. Al menos, conscientemente. Es decir, que no ve voy a abrir las venas, ni me voy a tirar al tren, ni voy a saltar desde lo alto de un tejado. Lo que haga de manera inconsciente ya es otro tema del que no me hago responsable (y no hablo por hablar: 3 accidentes de tráfico en 4 semanas es una marca al alcance de muy pocos, y quizá quiera decir algo). Así que lo del suicidio queda, por el momento, aparcado.

Pero hay otras formas de irse, de dejar una vida que no te gusta. La más simple es, simplemente, irse. Dejar una nota en la mesa de la cocina y desaparecer. Desgraciadamente, creo que es ilegal (abandono de hogar o algo así, se llama), y te pueden hacer volver, o pagar una multa, o meterte en la cárcel o yo qué sé.  La forma civilizada de hacer esto se llama divorcio. Firmas unos papeles, regateas unos bienes, unos derechos, intentas obviar la cara de estupor y las lágrimas de los niños, y, ale hop, cada uno por su lado. Se supone que ya eres libre (entre comillas; entre muchas comillas) para rehacer la vida, y rehacerla un poco más a tu gusto. Una idea, para qué negarlo, que cada vez se va abriendo paso con más insistencia en mi perturbada mente.

Sin embargo, hay un problema. Que si bien tengo bastante claro lo que no me gusta, lo que no quiero, me temo que tendría muchos problemas a la hora de construir una vida propia. Porque no tengo la menor idea de lo que quiero. Porque, si lo supiera, me faltaría el coraje para luchar por ello. Y porque, si por alguna casualidad alguien peleara por mí y me concediera lo que quiero, automáticamente me asustaría. El hecho de tener lo que deseo hace que tiemble sólo de pensar en la posiblidad de perderlo. Quizá por eso no me gusta mi vida.

Porque quizá tengo la vida que quería, pero me da tanto miendo perderla que he optado por una estrategia intermedia: despreciarla. Sacarle pegas a todo. Darle una importancia desmesurada a las más nimias complicaciones, y reducir hasta el absurdo todo lo bueno que he conseguido. Tal vez renegar de mi vida no es más que un signo de lo mucho que la quiero, y la necesito. Aunque eso supongo encontrar pelos en el lavabo, cosas fuera de sitio, reuniones familiares... Aunque eso suponga que nunca voy a tirarme a esa mujer que, vaya usted a saber por qué, se me ha metido en la cabeza.. Aunque suponga que nunca voy a ser un escritor famoso, ni  deportista de élite, ni fotógrafo de Playboy.

Así que quizá estas vacaciones en el infierno no me vengan tan mal, después de todo. Vine aquí buscando mezclarme con la chusma, con los desheredados, con los perdidos. Pasando inadvertido. Vine buscando tener alrededor tanta miseria que me hiciera olvidar, siquiera por algunos momentos, la mía. Pero tal vez estas vacaciones me aporten mucho más. Quizá me sirvan para descansar de verdad. Y para descubrir que en realidad no estoy harto de todo, sino sólo asustado. Para descubrir que me estoy portando como un niño caprichoso que lo quiere todo a su gusto.

Sería curioso, la verdad. Después de dejar la esperanza en la puerta, como manda el lema de la casa, recuperarla dentro. Bajar al infierno para darte cuenta de que lo único que tenías que hacer era disfrutar de lo que ya tenías, y apretar los dientes cuando vienen mal dadas. Soportar los días malos, y olvidarlos en cuanto haya un mínimo detalle luminoso digno de ocupar un lugar en tu memoria. Aprender a recordar las sonrisas de tus hijos y de tu mujer, en lugar de imaginarte las lágrimas que quizá nunca lleguen.

He intentado explicarles esto a mis compañeros, aquí abajo. Me han mirado extrañados, indiferentes. Ellos hace mucho que perdieron la esperanza. Tal vez no soy el primero que ven rebelarse con un arrebato de euforia. Algo en sus miradas me ha transmitido lo que quizá siempre he sabido. Y la euforia se ha ido a tomar por el culo. Porque sus miradas eran puro hielo.  Sus miradas me decían: hay guerras que no se pueden ganar, chaval.

La euforia se ha ido. Y vuelvo a sentirme cansado. Cansado para jugar con mis hijos. Para volver a una casa vacía. Cansado para volver mañana a este mismo trabajo de mierda. Creo que incluso estoy demasiado cansado para tirarme a la mujer de mis obsesiones, si se presentara la ocasión.

Desde el infierno, harto de todo, pero suyo siempre.

Samuel S. Morgenstern.

jueves, 18 de julio de 2013

HORA DE APRENDER

Mi padre solía contarme una historia de su infancia. En realidad, me contaba muchas, pero había una que me siempre me llamó especialmente la atención. Mi padre nació en un pueblacho perdido, en la falda de un monte mítico pero dejado de la mano de Dios (de todos los Dioses), pero emigró muy pronto. Con unos tiernos ocho o nueve meses de edad, la familia se mudó a un pueblo mucho más cerca de la ciudad. Mejor clima, mejores tierras, más oportunidades para todo. Un claro intento de prosperar.
Y lo lograron. La vida fue dura, claro. Eran años duros para todos. Pero mi abuelo, al que nunca le reconocí una muestra de ternura, sí tenía una determinación considerable. Compró algunas tierras, algún ganado, y, por si eso fuera poco trabajo, se hizo con el bar del pueblo. Tuvo siete hijos, aunque uno, el mayor, nunca vivió con ellos: cuando abandonaron el pueblo de la montaña, las circunstancias eran tan precarias que aconsejaron dejar al mayor al cuidado de unos tíos. Vivió con ellos siempre. Y, sin embargo, mi padre y el resto de hermanos no dejaron nunca de considerarlo uno más. Cosas de otros tiempos, supongo. Gentes de otros tiempos, quizás.
El caso es que había trabajo para todos. Con sólo dos hijos varones, atender las tierras, el ganado y el bar no dejaba demasiado tiempo libre. Luego, cuando mi tío se fue a cumplir con la patria (hizo la mili en África, nada menos), mi padre y mi abuelo fueron los únicos hombres de la casa durante casi dos años. Un hombre y un muchacho.
Pero aquel muchacho era mi padre. Y mi padre, si algo ha tenido en la vida, ha sido capacidad de trabajo. Puede que haya muchas cosas que le den miedo, muchas cosas que lo asusten, pero el trabajo nunca ha sido una de ellas. Trabajó como un burro. Como un auténtico animal. De hecho, trabajó más que mi abuelo, que, por decirlo de alguna manera, tenía más talento para planificar las cosas y ponerlas en marcha que energía para mantenerlas en movimiento. Esa fue la tarea de mi padre.
Pero nos estamos olvidando de una parte importante de la familia. Las mujeres. Que, si echan cuentas, eran una arrasadora mayoría. Mi abuela y cuatro tías frente a tres hombres, dos mientras mi tío pegaba tiros en África. Ellas también arrimaban el hombro. Cualquiera que haya conocido el mundo rural de aquellos años (los 50), sabe que la vida de las mujeres no era ninguna bicoca. Las tareas de casa se sumaban a un sinfín de trabajos complementarios en el campo. Generalmente pendientes de una prole más numerosa de lo recomendable. Eran tiempos de trabajos de sol a sol. Sin demasiado tiempo para distracciones ni pensamientos estériles.
Hasta que llegaba el invierno. El invierno, como en las guerras decimonónicas, suponía una tregua en el extenuante día a día de aquellos años. Con el grano recogido, las patatas a buen recaudo y la hierba en el pajar, había poco que hacer, salvo cuidar del ganado y rezar porque los cerdos (el verdadero animal sagrado de la cultura española, sobre todo en aquellos años) no enfermaran de repente y siguieran engordando a buen ritmo.
El invierno era también una época dura. La vida familiar se hacía al amor de la lumbre, pero cuando llegaba la hora de acostarse, había que salir de la cocina, única estancia de la casa con una temperatura mínimamente acogedora, para ir a toda prisa a una habitación gélida, donde uno se metía en la cama a toda prisa, con la ropa interior de lana y acompañado de una botella de agua caliente o una piedra calentada en la lumbre de la cocina.
Pero el invierno era un tiempo de calma. La vida era más lenta. De la casa al bar, del bar a casa. La comida, los cacharros, zurcir ropa al calor del brasero, charlas de mujeres, bravuconadas de hombres. Y tranquilidad. Tiempo para pensar. Era en esa época, cuenta mi padre, cuando mi abuela, incluso muchos años después de estar viviendo en su nueva casa, miraba hacia la montaña desde la que vino un día, y suspiraba. Mi padre siempre se preguntó el por qué de aquellos suspiros. Desde su casa se veía la montaña. Era parte del paisaje. Y sabía que él había nacido allí. Pero eso era todo, y nada de eso justificaba un suspiro por su parte. Sin embargo, su madre, mi abuela, no podía evitarlos. Miraba su montaña y suspiraba.
Mi padre se casó. Nací yo. Y después mis hermanos. Formó su propia familia. No al margen de la suya, pero casi. Siguió manteniéndose el contacto, pero mi madre era una mujer, y en su familia política había demasiadas mujeres para que aquella relación fuera fluida. Así que fue, simplemente, correcta. Más o menos correcta. Yo conocí a mis abuelos, su historia, su casa, comí con ellos, disfruté sus caricias (escasas, no eran gente demasiado dada a expresar el cariño de manera evidente) y escuché algunas historias de aquella montaña de la que habían venido. Pero era demasiado pequeño para apreciar lo que significaba aquella montaña. Para comprender lo que puede llegar a pesar el pasado en la vida de alguien.
Mi padre no fue nunca un tipo muy hablador. Si cariñoso, si amable, pero no muy hablador. Recuerdo que jugaba con nosotros, recuerdo que nos cuidaba, que paseaba con nosotros, y diría incluso que lo hacía orgulloso. Presumiendo de tres niños que eran guapos y sanos. Algo que para él era más importante de lo que nosotros alcanzábamos a comprender. Pero mi padre siempre fue un tipo recto. Si tenía que darte una castaña, te la daba, y no había vuelta de hoja. Muchas veces bastaba una mirada. Muchas veces una palabra era suficiente, y en ocasiones era incluso peor que un azote en el culo o una bofetada. Pero nunca recuerdo haber odiado a mi padre. Era mi padre. Y me quería. Esa era la sensación que siempre prevalecía. Yo metía la pata, y el me corregía. Eso era todo.
Mi padre nos educaba con el ejemplo. Trabajaba mucho. Nunca ponía mala cara a una hora de más. Y siempre llegaba a casa dispuesto a una carantoña, aunque fuese tarde y estuviese cansado. No le importaba destinar los fines de semana a trabajos suplementarios, bien en casa, bien ayudando a alguien, bien en su huerto. De hecho, desde que lo conozco, no recuerdo que se haya tomado unas vacaciones. Nunca. Jamás. Estamos hablando de más de cuarenta años trabajando a piñón fijo. En trabajos exigentes físicamente. Ese fue el ejemplo que nos dio mi padre.
Su trabajo, con un poco de suerte, todo hay que decirlo, le dio para comprar una casa bastante maja, un coche y mandar a sus tres hijos a la universidad. Supongo que mi padre se sentía orgulloso: aquello era algo casi impensable para alguien que había pasado su infancia usando la cuadra de las vacas como retrete, y lavándose con agua que acababa de sacar del pozo.
Pero entonces empezó a pasar algo. Algo que ninguno acertamos a advertir, tan lento e insidioso como fue pasando. Nuestro padre comenzó a respetarnos demasiado, y nosotros comenzamos a vivir en un mundo en el que nuestro padre no era, no podía ser, demasiado respetado. Él estaba orgulloso de tener hijos estudiados, y nosotros nos sentíamos secretamente avergonzados de no poder presumir de un padre con pedigrí. Tonterías de los 20 años.
Y después de los 20 vienen los 30. Empiezas a trabajar. Comienzas a vivir una vida propia. En muchas ocasiones, muchísimas más de las que te gustaría admitir, echas de menos a tu padre a tu lado para solucionar algún marrón que te ha caído encima. Pero, de alguna manera, te las apañas para ir solucionándolos tú. Y cada vez le pides ayuda para menos cosas. Y cada vez él siente que tiene menos derecho a decirte lo que tienes que hacer, o cómo vivir tu vida. No le das importancia. Es algo natural. Las nuevas generaciones toman el poder. Siempre ha sido así. Siempre seguirá siendo así.
Hasta que llega un momento en el que la vida te pone en tu sitio. Si, eres la nueva generación, el amo, el puto jefe. Pero también tienes un montón de asuntos por solucionar que has ido dejando detrás de ti. Son los 40. Comprendes que has hecho un montón de cosas mal. Seguramente con sus motivos, razonables en su momento, pero ahora no puedes evitar verlas como unas cagadas monumentales. Comprendes que te queda menos vida por delante de la que ya tienes por detrás. Comprendes muchas cosas.
Y echas de menos a tu padre. Te vuelves hacia él, buscando aquel padre de hace tiempo que te asombraba con su fuerza, con su vitalidad, con sus respuestas para todos tus problemas. Buscas aquel padre, pero encuentras otro muy distinto. Encuentras un hombre mayor, achacoso. Con problemas de salud (esa maldita próstata) que a la vez generan un enorme problema de autoestima ( pobre papá, nunca sabrás como lo siento, porque nunca me atreveré a darte un abrazo cuando te da el bajón, y a decirte cuánto te quiero en esos momentos en los que se te escapan las lágrimas, por la impotencia, por la vergüenza, por la conciencia de que te has hecho mayor). Sientes que la vida no es justa, que la vida no se está portando bien con un hombre que siempre fue bueno, y que nunca pensó en él antes que en los demás. Y sientes también que te invade un miedo atroz, frío, paralizante: descubres de repente que te has quedado sin padre. Sin esa figura mítica que todo lo podía, que te protegía de todo mal, que te soplaba las pupas, que te ahuyentaba los miedos. Sin ese padre que te enseñaba a ser hombre, a afrontar la vida mirando siempre a los ojos a la gente. A ser honesto. A ser bueno. Y es entonces cuando te entran unas ganas de llorar que no puedes controlar.
Por una de esas casualidades de la vida, desde el tejado de la nave de la empresa en la que trabajo, al que subo con cierta regularidad por diversas razones, se ve la misma montaña que veía mi abuela desde su casa. La mayoría de las ocasiones que estoy ahí arriba no tengo mucho tiempo, ni ganas, de mirarla; voy a lo mío, acabo rápido y bajo. Pero hay veces que no puedo evitar dedicarle unos instantes. De allí es de donde vengo, después de todo. Esa es la montaña que le arrancaba suspiros de nostalgia a mi abuela, hace muchos años. Esa es la montaña a la que todavía mi padre mira de vez en cuando con cierta ensoñación en los ojos.
Ahora mi abuela está muerta. La enterraron lejos de su montaña. Ahora mi padre ya no es el hombre fuerte al que podía acudir para resolver cualquier problema, y soy yo el que tiene que resolverle a él más de uno, y más de dos. Ahora me toca dejarle disfrutar de mis hijos, sus nietos, y dejar que ellos oigan sus historias, para que continúe el vínculo mágico con esa montaña que muy probablemente nunca visitaremos. Eso es lo de menos. Ese es nuestro origen.
He tardado cuarenta años en aprender estas cosas. He tardado cuarenta años en darme cuenta de todo lo que echo de menos a mi padre, al padre que tuve cuando era niño, al que me enseño a ser hombre. Y ahora, después de cuarenta años, tengo que afrontar el dolor y la vergüenza de saber que muchos días, al salir del trabajo, mi padre se sentiría abochornado por lo que he hecho durante esa jornada. Por cómo me he portado, por lo que he hecho, por lo que he dejado de hacer. Quizá no se atrevería a reñir a su hijo, porque él ya no puede evitar verme como un ingeniero, padre de familia y hombre respetable. Pero seguramente volvería la mirada para no tener que encontrarse con mis ojos.
Supongo que eso son los 40. La hora de aprender que hay muchas cosas en las que no estarás a la altura de tu padre. La hora de aprender que tu padre ya no es la persona en la que apoyarte cuando las cosas van mal. De aprender que es probable que tú seas el que tenga que apoyarle a él, y contemplar como se desmorona lentamente, y asistir, tragándote las lágrimas, a la transformación de aquel padre todopoderoso en un pobre viejo que después de darlo todo sólo te está pidiendo que le des un poco de cariño.
Una lección dura. Se lo aseguro.
En el infierno me han visto llegar llorando, con cara de necesitar un abrazo. Pero eso es algo que aquí no se estila, háganse cargo. Así que me han dejado en paz. Se lo he agradecido. Luego me han invitado a beber y jugar a póker. Me lo he pensado un segundo, y he dicho que sí. No tenía demasiadas ganas de seguir pensando en todas las veces que he conseguido que mi padre se avergüence de mí.
Atentamente.
Samuel S. Morgenstern.

miércoles, 17 de julio de 2013

SOBREMESAS EDUCATIVAS

El verano tiene sus cosas buenas. Hace calor, no se habla tanto de política, tienes vacaciones (hablo en general, porque servidor este año se lo va a comer crudo), vas a la playa, etc. También tiene su parte mala, que es que la gente va (vamos)  bastante salidillos, con lo que eso conlleva en cuanto a dificultar el llegar a un estado de paz mental y física. Sobre todo física.
Examplia gratia. Hoy en la comida hemos coincidido la vieja guardia. Cuando digo vieja quiero decir que pasan de 50, y que nadie se ofenda, pero es una simple cuestión de comparación, porque los demás estamos entre los 30 y los 40 (41 en mi caso). Hacía tiempo que por distintas razones no comíamos juntos. Viajes de unos, reuniones de otros, compromisos de aquellos…. Pero hoy ha tocado. Y ha sido como en los viejos tiempos. Situémonos. Mes de Julio. Calor. Tiempo tormentoso. Ánimos revueltos. A la mesa, seis machos y dos hembras. Por lo que se ve, todos en celo. Imagínense el panorama.
El que era macho alfa de la manada, al que ahora podríamos llamar lomo plateado siguiendo los criterios de Diane Fossey, rompe las hostilidades con la hembra más inexperta. No sé qué de una dolencia en el pie, que sube por la pierna, y que llega hasta… bueno, aquí ella se ríe, y dice para, pero de buen rollo. Uno de esos para que invitan a cualquier cosa menos a parar.
Por aliviar la cuestión,  alguien saca el tema de lo sano que es la masturbación para aliviar tensiones y evitar escenas vergonzantes (como la que acabamos de ver, por ejemplo). Pero el remedio es peor que la enfermedad, porque la gente se lanza a una competición desaforada para comprobar quién es el que más derroche de imaginación, energía y medios auxiliares utiliza para hacerse una paja.
Y, oigan, algo en principio tan simple demuestra ser una materia tan compleja que daría para varios créditos en cualquier universidad de renombre. Qué despliegue de medios, de imaginación, de fisiología aplicada. Ha sido un verdadero simposio en el que el que algunos hemos aprendido un montón, a la vez que nos sentíamos ridículamente beatos y pueblerinos.
Lomo plateado ha comenzado con un emocionado recuerdo a lo que eran las clases de la escuela del nacionalcatolicismo que a él le tocó vivir, con el 80% de la clase haciéndose pajas para entrar en calor, profesor incluido. Sin escatimar detalles acerca de las peculiaridades anatómicas de sus condiscípulos, como aquel que se rompió el frenillo en un día de pasión desenfrenada (o de frío extremo, quién sabe) y dejó la huella indeleble de la sangre de su lujuria en la pared del aula. Lomo plateado no nos asegura que aún siga allí, pero jura que un buen chorretón sanguinolento, recuerdo del Pirolón, permaneció en la pared del aula durante muchos años.
Toma el relevo el siguiente en el escalafón (por edad, se entiende). Comienza con un aforismo que da qué pensar: no hay polvos como los de solteros ni pajas como las de casado. Sabiduría popular a la enésima potencia. Quizá no casa completamente con el método científico, porque no es reproducible al cien por cien, pero todos nos vemos reflejados en algunas situaciones que demuestran que la sentencia tiene al menos parte de verdad.
Esto da paso a una detallada exposición de las más variadas técnicas de masturbación que uno haya presenciado en su vida. Hay quien expone que lo mejor es ponerse la mano zurda (en el caso de los diestros) debajo del culo durante un rato, hasta lograr el adormecimiento del apéndice. En ese momento, uno puede comenzar a meneársela con la sensación de que es otra persona la que se lo está haciendo. Aseguran que eso incrementa el placer. Podría ser.
Otro toma el relevo. Su técnica favorita consiste en pensar en muertos para retrasar el momento del climax. Pero no en muertos cualquiera, no. En los accidentes más truculentos que su mente sea capaz de recordar. El caso es continuar pelándosela durante un buen rato, balanceándose entre la angustia de saber que en polvo nos convertiremos y la urgencia de saber que falta poco para escapar por unos segundos de las miserias de este valle de lágrimas. Personalmente, es el método que más grima me da. 0.
El siguiente al aparato tiene una técnica innovadora. Innovadora y que demuestra a las claras que es soltero. El asunto consiste en frotarse el miembro con dos cojines, a ser posible de raso, hasta alcanzar el gozo supremo. Evidentemente, es una técnica prohibitiva para los casados, porque explicar el manchurrón en los cojines no compensa ni de lejos todo el gozo que dicha técnica pueda producir.
Toma la palabra la otra mujer presente en la asamblea. Después de tacharnos de guarros, bestias, salidos, animales, enfermos, etc….y animada quizá por un chupito de orujo portugués que debería estar catalogado como arma biológica, o química, o qué sé yo, se anima y empieza a hablar de juguetería erótica. Con lo cual los maxilares inferiores de los varones presentes sufren una caída considerable. Nunca nos hubiéramos esperado algo así. Sorpresas te da la vida, que decía el Gato Pérez. Las bolas chinas parecen ser un artilugio con cierto predicamento entre las señoras, quién lo iba a decir. Los juguetes más fálicos también tienen sus momentos, pero, en general, ellas los consideran demasiado ostentosos, y en ocasiones difíciles de manejar.
Llega mi turno. Me tomo el chupito de un trago, estilo cantina del salvaje oeste, intentando recuperar la facultad del habla. Lo consigo medianamente, pero decido que no puedo competir con semejante exhibición de bizarrismo, así que lo mío va por la vía más tradicional. Una paja tranquila, viendo porno en el ordenador, como toda la vida de Dios. Lejos de sentirse defraudada, la concurrencia asiente: los clásicos son los clásicos.
Para finalizar, el benjamín del grupo se destapa con una técnica innovadora. Al menos para mí. Consiste en comenzar el ritual onanista recordando a las profesoras que tuvo en el instituto. Comenzando por una de inglés que gustaba de poner caliente a la audiencia mediante cruces de piernas a lo Sharon Stone, años antes de Instinto Básico, para acabar con una monja que les daba religión, pero que, al parecer, estaba buenísima, y simbolizaba lo prohibido, etc, etc… en fin, cada uno es cada uno.
Al final, cada uno ha vuelto al trabajo con la cabeza en cualquier sitio menos donde debía. O tal vez sí. Quién sabe? Quizá acierte a llamarte una comercial que note en tu voz un tono especial. Y tal vez de ahí salga un precio estupendo, entre otras cosas.
Aunque, personalmente, ahora que estoy de Rodríguez y no tengo a nadie en casa, preferiría que la conversación hubiera ido de fútbol. O de la prima de riesgo. Algo así, menos tenso.
Luego he vuelto al infierno. Como siempre, les he contado cómo ha ido el día. Las caras de cachondeo han sido un poema. De hecho, he temido por la poca virtud que aún conservo, que con esta gente nunca se sabe.
Atentamente (aunque un poco desconcentrado, todo hay que decirlo),
Samuel S. Morgenstern.

lunes, 15 de julio de 2013

EL SÁBADO, LA NOCHE, LA DECISIÓN

Una noche en un pueblo junto al mar. Un hotel con cabañas de madera, que le da un aspecto pintoresco. En algunos momentos no sabes si estás en un poblado de leñadores canadienses o en los aposentos de la servidumbre. En fin. Las instalaciones son cómodas, el ambiente tranquilo, la temperatura ideal. Acostamos a los niños, agotados después de una tarde de playa y una cena en un restaurante, cosa que siempre los estresa un poco (yo creo que porque nos notan a los padres estresados, pero, sea cual sea la causa, ellos lo acusan). Tardan poco en dormirse.
Pero es demasiado pronto para los adultos. Así que decidimos salir al porche, al fresco. Estamos así un rato, pero el porche es incómodo, y poco más alla hay unos invitadores columpios, desde los que se divisa perfectamente la puerta de la cabaña, con lo cual se puede abortar cualquier intento de fuga de nuestros retoños, y que se antojan infinitamente más cómodos que las duras escaleras que están torturando nuestros culos desde hace un rato. Se aprueba la moción, y la sesión parlamentaria se traslada a la zona de columpios.

La noche, a veces, tiene estas cosas. Las conversaciones salen despacio y fácil, sin saber muy bien por qué, pero sin hacer daño. Se habla de todo, de todos, y de todas las formas posibles. En parte por el ambiente, en parte por las drogas, el momento se vuelve propicio a las confidencias.

Has vuelto a hablar con ella, verdad?
Si.

He preferido decirlo sin dudar. O tal vez no he podido evitarlo. O tal vez la sorpresa de que ella siempre note esas cosas me deja desarmado.

Te dije que te llamaría.
La he llamado yo.
En el fondo, es igual.
No lo creo. Para mí no.

Se encoge de hombros. Y eso es todo.

Sólo quiero que seas feliz. con ella o conmigo. O tú solo. Lo que sea. Pero decídete. No puedes pasarte la vida dejando que los demás decidan por tí, o decidiendo todo teniendo en cuenta las reacciones de los demás. Párate un momento, piensa, y decide. Toma una decisión. Y entonces actúa. Aunque te cueste. Para bien o para mal, estarás peleando por algo que tú has decidido, y no como ahora. Ahora lo único que sientes es que sufres los inconvenientes derivados de las decisiones de los demás.

Una vez más, me deja sin habla. Esa capacidad suya para poner en palabras mis más enmañrañados pensamientos, esa habilidad para ver a través de mí... supongo que por eso me casé con ella. O, para ser más exactos, no pude evitar que ella se casara conmigo.

Pienso durante un minuto, tal vez dos. Es lo bueno de estos ratos nocturnos, de estas conversaciones a deshora. El tiempo no tiene tanta importancia, el ritmo no tiene por qué ser tan apresurado como durante el día. Pienso en lo parecido que suena lo que ella me ha dicho a lo que yo llevo pensando unos días.

Porque quizá esto no ha sido una depresión, sino el efecto de dejar que se concentren en un sólo instante todas las decisiones de una vida. Un agobio importante, sin duda,  que impide disfrutar de muchas cosas, por supuesto, y que rebajan bajo mínimos la ilusión por vivir. Que hacen desear permanecer en la cama, con la cabeza bajo la almohada, y esperar que pase algo, o que no pase nada, que viene a ser casi lo mismo.  Síntomas parecidos a los de la depresión, pero motivados por distintas circunstancias.

Y entonces pienso por qué me casé con ella. Y pienso por qué me gusta hablar con Ana. Y pienso por qué me he sentido ignorado, en muchas ocasiones, mientras sorteábamos los obstáculos que la vida de joven pareja con hijos iba poniendo en nuestro camino. Y pienso también en por qué con Ana nunca me he sentido ignorado, sino adorado, a lo largo de nuestro intercambio epistolar. La diferencia es la vida real. Nada más, y nada menos.

Y así lo digo. Con la voz que se me pone a veces de locutor de programa nocturno de radio, acentuada por las pastillas para dormir que me he atizado minutos antes, y por el cansancio acumulado durante toda la jornada, durante toda la semana, durante los últimos ocho años. Creo que ya sé cual es mi vida. Creo que ya sé cual es mi familia.

Ella suspira.
Piénsalo bien. No hay prisa, y yo no te voy a poner trabas. Me dolerá más o menos, pero no te voy a estorbar, decidas lo que decidas.

En ese momento la quiero todavía más. Y siento que tengo que decírselo. Porque se lo merece. Porque es verdad. Y porque casi nunca se lo digo.

Te quiero. A pesar de todo lo que no me gusta de ti. A pesar de tus despistes, de tus desesperadas búsquedas de las llaves en el último momento, de tu manía de pensar en voz alta, de tu costumbre de hacer mil ruiditos junto a mi oreja mientras buscas la postura óptima para dormir. A pesar de interrumpirme cuando estoy hablando. A pesar de ignorar sistemáticamente algunas de mis órdenes a los niños. A pesar de todo eso. O quizá sobre todo por eso. Por llevar ocho años conociéndote tan a fondo que quizá, sin darme cuenta, me siento un poco defraudado cuando encuentras las llaves a la primera. O cuando te duermes sobre mi hombro sin hacer los ruiditos de costumbre. O cuando noto que estás pensando pero no dices nada. Quizá te quiero no porque he aprendido a tolerar lo que no me gusta de tí, sino porque me he dado cuenta de que tú jamás me has echado en cara lo que no te gusta de mí.

Todo eso pienso. Todo eso intento decir. Pero lo único que digo es te quiero.

Ella me mira, y sonríe. Siempre sonríe cuando se lo digo. Quizá porque se lo digo pocas veces. O quizá porque sabe que esta vez significa algo distinto. Una decisión. Un compromiso. Hay ocasiones en las que los votos no necesitan lugares solemnes. Un columpio, una noche de Julio. Te quiero. ¿Para qué más?

Entonces, ¿a qué todo este lío? ¿Por qué toda este infierno de los últimos meses, peleado con la vida, con la gente, huyendo de todo?

Es una buena pregunta. Ella siempre hace buenas preguntas. Aunque no sé si la quiero más o menos por ese motivo. Las buenas preguntas suelen ser muy incómodas. ¿Por qué?

La verdad, no lo sé. La cabeza nos juega esas malas pasadas de vez en cuando. Actúas, haces, deshaces, piensas, vuelves a pensar.... pero no tienes ni la más mínima idea de por qué.

Sin embargo, me aventuro a encontrar una respuesta. No tengo nada que perder, es de noche, estoy con mi mujer, sintiendo su calor, tengo la cabeza embotada, y me parece que es el momento de darle una explicación. No sé si será la verdadera, pero es algo que le debo, y lo tengo que intentar.

Nunca me imaginé casado, ni con hijos. Nunca me imaginé pensando en otros antes que en mí mismo. Nunca pensé que la idea de que algún otro pudiera sufrir me hiciera sufrir a mí. Y no sé si he aceptado eso todavía. Hace ocho años decidí hacer eso. O lo decidieron por mi. Quizá he malgastado parte de estos ocho años echándole la culpa a los demás, en lugar de intentar aceptar la idea.

Entonces intento explicarle el dolor que supone comprobar que mi vida actual se separa cada vez más a la vida que un día hubiera soñado para mí, si me hubiera detenido a soñar tal cosa. El dolor de saber que no hay marcha atrás, ni tiempos muertos. Esto es la vida, y la vida siempre sigue. Intento explicarle que hay ocasiones en las que ese dolor no me deja ver lo que tengo alrededor. Añorar lo que nunca ocurrió no es sano, pero que eso nos impida ver lo que realmente está ocurriendo es infinitamente peor.

Hoy, sin embargo, la añoranza acabó. Sé cual es mi familia. Sé cual es mi vida. Y sé que la vida es dura, y que tocará apretar los dientes. Vale. Habrá que aceptarlo. También sé que puedo vivir con mis fantasías, que yo creía obsesiones. No lo son. Son vidas fuera de la mía. Vidas que nunca viviré.´Quizá me sirvan para charlar, para jugar a provocar, para intentar recordar qué se siente cuando uno juega a conquistar. Y ya.

Estoy a punto de dormirme sobre su hombro. Vamos a la cama, me dice. Le contesto con un murmullo.

No recuerdo cómo llego a la cama. Arropamos a los niños. Nos acostamos abrazados. Y, un segundo antes de sumergirme en un sueño profundo y reparador, siento como un fantasma se desvanece en la oscuridad, dejando en el aire un ligero perfume a sueños rotos.

He vuelto hoy al infierno. A recoger mis cosas. Ya no necesito volver. Los demás me han mirado con una mezcla de envidia y asombro. Supongo que eran pocos los que apostaban por mí. Esbozo una sonrisa. Me gusta joder pronósticos.

Pero luego lo pienso mejor. He aprendido tanto aquí abajo. Es un lugar especial. Ayuda a pensar. Y entonces tomo una decisión. Dejo el equipaje, y anuncio que mañana volveré de nuevo.

Uno no abandona a sus amigos en el infierno.

Atentamente.

Samuel S. Morgenstern.

viernes, 12 de julio de 2013

ÉL NUNCA LO HARÍA

Llevo unos días demasiado acelerado. Por el día me dedico a resolver cuestiones que deberían estar resueltas hace años, pero que, por uno de esos azares de la  vida y de las direcciones generales, todavía no lo están. Por las noches, me dedico a cosas mucho menos intelectuales, porque no tengo el cerebro para hacer mucho gasto, la verdad. Después de cenar y acostar a los niños, mientras mi mujer chatea con Dios sabe quien, me apropio del salón, y comienzo mi ritual de autotortura. Flexiones. Abdominales. Una sudada descomunal, por mucho que tengas las ventanas abiertas e intentes mantener una tenue corriente de aire. Suelo hacer 100 de las primeras y 2000 de las segundas, pero, dependiendo de lo que haya en la tele, o de la conversación que me dé mi mujer, que algunas veces acaba el chat antes de lo previsto y se incorpora al show, pierdo la cuenta y hago alguna de más. A beneficio de inventario.

Dado que acabo con una sudada considerable, me doy una ducha, me pongo los gayumbos más horribles y cómodos que tengo por casa y vuelvo al sofá, donde me espera mi legítima, a tumbarme un poco encima de ella, mitad atento a sus caricias, mitad atento a los infumables documentales de la televisión por cable. Después de un rato, la fisiología reclama lo que es suyo, y las caricias de mi mujer pueden más que cualquier aburrido documental, Punset incluido. Así que nos vamos a la cama y follamos como nunca uno imagina, cuando tiene veinte años, que se puede follar con cuarenta. Como soy un caballero, no les voy a dar más detalles.

Vuelve a amanecer, y las trincheras vuelven a reclamarme. Correos, reuniones, paseos para aquí y para allá, intentando coordinar lo que tiene difícil coordinación. Y entonces llega un momento, todas las mañanas, no sé si porque es cuando el efecto del antidepresivo empieza a bajar, o porque nos reunimos para tomar el café y el ambiente de camaradería me transporta a tiempos anteriores y menos preocupantes, cuando me acuerdo de ella. Así que le pongo un wasap. Sabiendo que no debo hacerlo. De hecho, lo último que me ha dicho es que me va a dar un bofetón. Pero me arriesgo. Para algunas cosas, seguramente las más intrascendentes e inútiles, soy un valiente. Alla voy.

Y resulta que ella está KO. En el hospital. Malita de verdad. Una de esas cosas que lo descolocan a uno, porque no se lo espera, porque no sabe cómo reaccionar, o porque le jode que otro sufra más que él, quién sabe. El caso es que tiene apendicitis. Eso duele. Y acojona. Y los médicos que te tienen que rajar nunca las tienen todas consigo, lo que acaba por asustarte. Y si, por un casual, te toca un médico valentón que te dice que está chupado, entonces si puedes echarte a temblar, porque puedes estar seguro de que no sabe de lo que habla. La extirpación del apéndice es una operación rutinaria, por lo que la gente tiende a pensar que es poco complicada. Pero cualquier médico con dos dedos de frente tiene claro que cuando mete el bisturí no sabe lo que va a encontrarse, así que está cualquier cosa menos tranquilo.

Parece que el tema sale bien. Un rato de dolor, un rato de inconsciencia (ah, la anestesia, qué gran invento), y un rato de surrealismo al cubo mientras uno despierta. Después, sólo queda echarle paciencia. Si uno es morboso, puede recrearse contemplando la cicatriz. Si no lo es, puede consolarse aferrándose a los pronósticos más optimistas, que te dicen que en una semana estarás en casa, sin puntos y haciendo vida normal. No sé cómo se toma ella esas cosas. Pero ha tenido dos hijas, así que supongo que tampoco va a echarse a llorar por ver un poco de sangre.

En cualquier caso, la situación lo exige. Un interés cortés, un par de buenos deseos, la confirmación por su parte de que lo peor ha pasado. Me alegro mucho. Gracias.

Y entonces, dejándome llevar por el ambiente de buena voluntad, me siento obligado a pedirle perdón por la salida de tono del otro día. Esa foto al borde del abismo. Esa despedida que no fue tal.

Ella reacciona bien. Y eso me descoloca. Cuando uno espera una reprimenda, una mano amable sobre la nuca escuece más que un bofetón.

Lo siento.
Vale, pero no vuelvas a hacerlo. Esto no funciona así. Si necesitas ayuda, pídela. Pero no me des un portazo en las narices cuando me preocupo por tí.
Creo que ya no quiero que nadie me ayude, ni se preocupe por mí. Sólo quiero irme en silencio, sin escándalo. Y que me llore el que me tenga que llorar.
No digas gilipolleces. Sé que nunca le harías eso a tus hijos.
No estoy tan seguro.
Mira, te conozco. Te guste o no. Quieres a tu mujer. Y nunca le harías eso a tus niños. Te curarás, y serás feliz. Como lo eras hace unos meses. O hace unos años.
Sigo sin estar seguro.
Pero tú nunca estás seguro de nada. Hazme caso. Estoy en la cama, con un costurón en la tripa, tratando de ignorar el dolor de la cicatriz, y el dolor de todas las gilipolleces que me estás diciendo. Y, aún así, en estas condiciones, tengo muchísimo más sentido común que tú. Así que hazme caso. Te curarás. Tu cabeza volverá a funcionar a su velocidad normal. Y serás feliz con tu mujer y con tus hijos.

Como siempre, me da por desbarrar. Lo de la imposibilidad de volver atrás en el tiempo no va conmigo, nunca me ha acabado de convencer. Así que le suelto la última inconveniencia.

Creo que ya te lo dije una vez: ojalá nos hubiéramos conocido hace años, en el momento justo, cuanto los dos éramos libres, cuando los dos caminábamos por  León sin ser conscientes el uno del otro. Ojalá. Lo que pudo haber sido y no fue.

Ella no entra al trapo. La sabiduría femenina las mantiene a salvo de estas estúpidas elucubraciones.

Adios. Sé que te pondrás bien. Y que disfrutarás de tu vida, con tu mujer, a la que quieres, y con tus hijos. Y no me vengas con más melodramas de suicidio y cosas así. Sé que nunca le harías eso a tus hijos.

Sólo acierto a contestar: Adios. Cuídate. Un beso.

Y entonces vuelvo al infierno. Más triste que nunca, porque ya no tengo obsesiones que me devoren. La única obsesión que creí tener acaba de despacharme por la vía rápida. Convaleciente de una operación quirúrgica, pero, aún así, mucho más sensata de lo que yo seré nunca.

Te curarás. Serás feliz. Los quieres. Inténtalo. Pelea por ello.  Es tu vida.

En el infierno nadie ha dicho nada. Señal evidente de lo acertado de la sentencia. Es mi vida. Es mi lucha. Son la gente a la que quiero. Me curaré? No lo sé. Pero voy a intentarlo.

Mil gracias, mujer maldita. Mil gracias, obsesión. Mil gracias, Ana.

Espero que todo vaya bien. Para todos.

Atentamente.

Samuel S. Morgenstern.

miércoles, 10 de julio de 2013

UN MAL DÍA

Hoy ha sido un día un poco extraño. He dormido mal, y lo peor de todo es que he tenido durante toda la noche la sensación de que la mujer que estaba a mi lado en la cama dormía todavía peor. Esa mujer es mi mujer. Y lo que a ella le duele, me duele a mí. Así que no ha sido un descanso reparador. El verano se ha torcido de mala manera, en parte por factores ajenos a la voluntad de los actores participantes en el drama, en parte por la tendencia al desvarío de uno de los protagonistas, servidor de ustedes.

Servidor de ustedes lleva envuelto en una especie de depresión varios meses. Pero no es una depresión cualquiera. Es una mezcla de culpabilidad, de inadaptación, de sentimiento de inferioridad y de pena por mí mismo, debido a mi reconocida incapacidad de defender mis ideas ante cualquiera. Un asunto chungo.

Como estoy casado, y tengo hijos (obviedades que a algunas personas le parecen insufribles), estos líos mentales míos afectan de manera más o menos directa a un montón de gente. Por ejemplo, a mi mujer. También a mis hijos, pero ellos son pequeñajos, y se las puedes colar con cierta facilidad. A mi mujer no.

Y mi mujer sabe que me estoy portando mal. A pesar de mis dolencias, de mi más que probable psicopatía, de mi depresión y de mis tensiones laborales (últimamente exacerbadas, todo hay que decirlo), no me estoy comportando como se esperaría de un buen marido y padre. ¿Qué quiere decir esto? Bueno, es difícil de explicar. Se podría resumir en que tiendo en ir cada vez más a mi bola, pasando del resto del mundo, y sintiéndome con derecho a echarle las culpas de todas mis malas reacciones a los gestos de los demás, sean estos razonables, indiferentes o claramente anormales. El caso es que el tic de buscar culpables en los demás es un importante obstáculo para encontrar la culpabilidad en uno mismo. Y de eso, precisamente, se trata.

Todo este tema, en condiciones normales, habría dado lugar a un internamiento en un hospital psiquiátrico (lo que, en mi opinión, sigue siendo la mejor opción) o a una bronca descomunal, con platos volando, insultos variados y de barroca sonoridad, y todas esas cosas tan entrañablemente domésticas.  Pero no. Mi mujer no es así. Ella lo encaja, lo procesa, permite apenas que unas lágrimas afloren a sus ojos (preciosos ojos, por cierto), y lo trata con una ecuanimidad insultante. Insultante para mí, claro, que me veo de repente haciendo el mono y portándome como un niño pequeño frente a una mujer que sabe lo que quiere, sabe lo que le importa y sabe lo que está dispuesta a hacer para conseguirlo, o para conservarlo. Pero que también sabe hasta dónde va a llegar. Sabe perfectamente dónde está la raya de la que nunca va a pasar, porque en ese caso los beneficios ya no compensarían las pérdidas. Compararse con una mujer así es un poco humillante. Lo pone a uno en su sitio, pero no es agradable. En el fondo, sabes que tiene razón, que el que está meando fuera del tiesto eres tú, y que con un poco de tiempo todo se enfriará, pedirás perdón y todo volverá por donde solía.

Sin embargo, tengo la impresión (atosigante, malsana impresión) de que en esta ocasión la cosa es distinta. Quizá porque ella ya me ha dado demasiadas oportunidades, y todo tiene un límite. Quizá porque ella haya encontrado otro hombre al que de momento ha dicho que no, pero frente al cual empieza a replantearse la respuesta, viendo que de mí cabe poco que esperar. Quizá porque yo no me siento con fuerzas de intentar siquiera volver a ser el hombre del que ella se enamoró. Quizá porque, aunque nos duela, la vida nos está demostrando que, contra lo que ella creía, yo no soy el hombre de su vida.

Hoy me ha traído al trabajo. Dado que últimamente le he cogido afición a destrozar coches, me encuentro actualmente sin vehículo. Y dado que mi estado depresivo no le permite irse tranquilamente al pueblo y dejarme de Rodríguez como otros veranos y se queda a dormir conmigo en León, ha aprovechado para acercarme al trabajo. Ha sido un viaje asquerosamente áspero. Triste. Doloroso. Han sido los 15 km más humillantes de toda mi vida. Ha sido un trayecto en el que me he dado cuenta, de una manera casi física, palpable, de todo el dolor que le estoy causando a la mujer que más me ha querido en la vida. Una mujer que apenas podía hablar porque tenía toda su atención concentrada en evitar el llanto. Es un tic de familia, a ninguno nos gusta llorar en público. A mí no se me ha ocurrido nada que decir. Y ella simplemente se ha dedicado a mirar la carretera, conducir y evitar mirarme.

He llegado al trabajo y nos hemos despedido. He intentado darle un beso. Sentía que tenía que hacerlo, pero preferiría no haberlo hecho. Creo que incluso la caricia de un obispo el dia de tu confirmación es mucho más sensual que el frío roce de labios que hemos pergeñado a través de la ventanilla del coche.

Todo va a ir bien, me dijo. O, no, no tiene por qué acabar mal. Si, eso es exactamente lo que me dijo. Y se piró, dejándome en la puerta de mi curro mientras como veía como se alejaba un coche que significaba mucho más que un trozo de chapa y cristal. Lo que se alejaba era la vida que una vez quise tener, y que no sé muy bien cómo me las he arreglado para echar a perder. Te quiero, le dije mentalmente. Tarde, como siempre.

Los pies se me habían pegado al suelo. No sé cuanto tiempo tardé en reaccionar y comenzar a caminar hacia mi oficina. A medida que me movía, me sentía como si estuviera viendo las imágenes registradas por la cámara instalada en la cabeza de algún otro. Como en uno de esos programas de extreme reality. Una sensación muy rara. He llegado al vestuario y me he puesto de faena. Me he sentado en la oficina, delante del ordenador, y he leído tres correos que ni he comprendido ni me han importado una puta mierda. Algo de documentación, de seguros, de planos... Y de repente me he puesto a caminar hacia la escalera de acceso a la cubierta de la nave. Siempre me ha gustado esta escalera. Tiene una altura entre peldaños ideal para subir sin cansarte demasiado. La única pega es que la superficie es de tramex, y puedes ver perfectamente todo lo que hay debajo de tí. A medida que subes, el acojono aumenta. Por suerte, yo no tengo vértigo, ni miedo a las alturas.

He subido despacio, sin pensar en otra cosa que disfrutar de la ascensión. Primero un pie, luego otro. Hasta que he llegado arriba. Creo que son 15 metros, pero nunca los he medido. En cualquier caso, por ahí andará la cosa. Y les aseguro que es suficiente para imponer respeto. He salido de la pasarela, perfectamente protegida por la barandilla excepto en un punto, y me he colocado en el borde de la cubierta.  Con los pies en el límite. Mirando hacia el suelo que acababa de abandonar hacía un minuto. Todavía tenía la respiración agitada por la subida. O quizá por algo más que la subida. No lo sé. Mirar hacia abajo me producía un efecto hipnótico. Una atracción fatal. Como cuando sabes que no debes hacer algo, como cuando sabes que una mujer no te conviene, como cuando sabes que ya no debes pedir esa última copa. No sé cuanto tiempo he estado así. En el borde del abismo. Pensando, supongo que por deformación profesional, cuánto tardará un cuerpo en caída libre en recorrer quince metros, y a cuanta velocidad se estampará contra el suelo. ( así de cabeza, me han salido  1,8 segundos y algo más de 60 km/h).

No sé cuanto tiempo he estado así. De repente, sin saber muy bien por qué, he sacado el teléfono y me he hecho una foto. Sale uno de mis pies, sale el borde del tejado, y sale el acogedor hormigón que me esperaría al final del trayecto. Y se la he mandado a mi mujer maldita. A la que vive en mis pesadillas, alimentándose de mis obsesiones. Su respuesta ha sido inmediata: sal de ahí, apártate, no lo hagas. Pero, para entonces, yo ya había comprobado que no podía hacerlo. Me falta valor. Son sólo 1,8 segundos, pero no puedo afrontarlos. Así que le pedí perdón y me despedí de ella. Espero que para siempre. Lo que no podría asegurar es que ese siempre dure más de uno o dos días. Quién sabe?

He vuelto al infierno avergonzado, hundido, y con todo mi mundo patas arriba. Nadie me ha dicho nada, lo que es casi peor que recibir las burlas de todos. Cuando no se atreven a burlarse, es que te deben ver muy jodido. No me extraña. Me siento muy jodido.

Se me pasará? Me consta que aquí abajo  hay apuestas al respecto. El suicidio se paga 4 a 1, de momento. Y creo que subirá.

Atentamente,

SS Morgenstern.

lunes, 8 de julio de 2013

WEEKEND

Este fin de semana ha sido, como mínimo, raro. El viernes tarde, comienzo oficial del fin de semana, servidor se llevó una hostia profesional como un piano, con lo cual su legítima se sintió obligada a aliviar un poco el trance. Y no me sean mal pensados. Me sacó de copas. Para mí que ella hubiera elegido otro modo de aliviar frustraciones profesionales, pero se ve que no me juzgó demasiado preparado para un arranque de pasión tumultuosa y curativa.
Así que me sacó de copas. En León, en Julio, es una de las mejores cosas que se pueden hacer por la noche, aparte de dormir y follar. Sales, das un paseo por lo viejo, te sientas en una terraza del Barrio Húmedo, y charlas, con esa desinhibición que te dan dos cañas y dos tapas de queso con cecina, de toda la puta mierda que te ha tocado tragar durante la semana. Con mayor o menor gracia y sentido del humor, que eso ya depende de cada uno.
Hacía siglos que no salía de cañas un viernes por el Húmedo, así que me sentía más extraño e intrigado que otra cosa. Los fenotipos han cambiado un huevo desde que yo frecuentaba esos ambientes y esos horarios, y ahora ya no me reconocería en la chusma que abarrota la mayoría de los locales. Se ve que ya no tengo edad para según que cosas.
Así que, después de una afinada búsqueda, definida por el criterio de encontrar el local más vacío posible, pudimos tomarnos un par de cañas en algunos garitos para mí desconocidos, pero con muy buena pinta, buen nivel de decoración y gran nivel de camareras. Las tapas, espectaculares. Las pintas del paisanaje en la calle, también, aunque en otro sentido. ¿Pero en qué cojones piensan sus padres para dejarlos salir de esa manera? En fin.
Un par de cañas y un gintonic después, tras una elegante, reposada y seguramente equivocada evaluación del mundo que nos ha tocado vivir, mi mujer decidió que ya era hora de hacerme callar, me dio un beso más para interrumpir la perorata que por deseos lúbricos, y me propuso irnos a casa.  Proposición que fue aceptada ipsofácticamente.
Lo que pasa es que por el camino uno se enfría, y el alcohol hace su efecto. Y cuando uno llega a casa lo único que le pide a la cama es que brinde una superficie cómoda para dormir la mona. El sábado ella trabajaba, así que tampoco estaba para muchos excesos, con lo cual la noche del viernes no acabó convirtiéndose en una bacanal merecedora del infierno.
El sábado ella madrugó, y yo no. Algo que compone una mezcla de satisfacción y culpabilidad. Al final ganó la culpabilidad, y servidor se levantó cinco minutos después de que su señora saliera por la puerta, camino de su destino de salvadora de cuerpos y almas. Lo que resultó en un sábado extremadamente largo. Los sábados extremadamente largos son una cosa que puede ser buena o mala dependiendo de si los empiezas con resaca o no. Yo lo empecé con resaca, así que la cosa no prometía demasiado.
La mañana transcurrió a cámara lenta. Ducha a cámara lenta. Afeitado a cámara lenta (gracias a Dios, para no tener que lamentar algún corte sangriento), desayuno insípido e indigesto, y horas vacías frente al televisor, intentando decidir si salir a correr era una buena idea o era un claro gesto de mala conciencia. Ganó la mala conciencia, y me calcé las zapatillas y el resto el utillaje para salir a trotar bajo los inclementes treintaypico grados del mediodía leonés.  Lo mejor que puedo decir de la experiencia es que sobreviví. Y que me crucé con una muchacha que corría produciendo un bamboleo de pechos que daba gloria verlo, pero eso es otra historia.
Superviviente del correteo bajo el solazo del mediodía, y una vez de regreso a casa, a salvo de las inclemencias del verano leonés, servidor se sintió con la conciencia lo suficientemente satisfecha para desperdiciar el tiempo en una ducha obscenamente larga, en una comida asquerosamente frugal, y en una sobremesa pecaminosamente ociosa, tumbado en el sofá enfrente de un televisor que sólo ofrecía documentales sobre cosas que nadie es capaz de apreciar.
Cuando uno intenta sobreponerse al sopor y a la maligna atracción del sofá, mira el reloj y resulta que son casi las nueve de la noche. Cosa extraña, porque por la ventana entra un solazo de muerte, pero, en fin, el reloj es el reloj.  Servidor se despereza lo justo para moverse hasta la cocina, atizarse un yogur y un kiwi y volver a la postura anterior, disfrutando de la programación por cable. Es decir, dormitando en el sofá.
Dormitando hasta que el reloj dio las dos y media, y algún ruido imprevisto me despertó lo suficiente como para reconocer que lo mejor era ir a la cama, aunque ésta estuviese vacía. Con el piloto automático en posición on, así lo hice. Los automatismos son una gran cosa, debo decir.
El caso es que los automatismos también tienen su parte chunga, y en mi caso eso consiste en que a las seis de la mañana me despierto, si o si. Conocedor de la imposibilidad de luchar contra el destino, intenté aprovechar un poco el tiempo retozando en la cama, pero eso es algo que nunca se me ha dado demasiado bien, sobre todo  estando solo. Así que a las siete y media decido rendirme a la evidencia, levantarme y preparar café. Supongo que mi legítima llegará a las nueve y poco, así que el cálculo del tiempo es fundamental.  El aroma del brebaje debe flotar por la casa, lo suficientemente intenso para que ella lo detecte, pero no tanto como para que prefiera ponerse a desayunar a despachar a un servidor, que lleva dos horas presentando armas en espera de la revista oficial. Un asunto peliagudo.
Al final, todo sale según lo calculado. Ella llega, me despacha, desayuna y se dedica a retozar un poco en la cama. Se lo ha ganado, que para eso ha currado toda la noche. Mientras yo preparo el equipaje para irnos al pueblo. A su pueblo. Me apetece ver a los críos. Me horroriza ver a mi suegra y a mi cuñada. Qué dilema. Mejor no pienses. Haz lo que te digan, que quedarás como un señor. Y además, después de follar todo es más fácil de aceptar.
Mínimamente recompuestos, partimos para Babia. Allí nos espera una casa impresionante, mis hijos, mi suegra y una cuñada solterona recalcitrante que tiene la extraña virtud de hacer que me suba la tensión sólo con abrir la boca. Un cóctel explosivo.
El domingo va que va. Los críos hacen ventosa, sobre todo el pequeño, y durante la mañana y gran parte de la tarde no se separan de mí. Luego llega la hora de la piscina y pasan de su padre olímpicamente, como debe ser. Cosa que se agradece, aunque se lamente en tanto constatación de que se están haciendo mayores. Quizá demasiado rápido.
Al final de la tarde, mi cuñada monta el número. Ya había tardado, pero era evidente que no iba a dejar pasar la oportunidad de aumentar su estadística. Aspira al record de refunfuñes de solterona malfollada, y está poniendo todo de su parte para conseguirlo. Si yo fuera el jurado, contaría con mi voto sin ningún género de dudas.
El caso es que, a esas alturas del día, después de escuchar tropecientos consejos sobre cómo vivir nuestra vida y de recibir la enésima bronca por no hacer las cosas bien, uno nota que el efecto de los tranquilizantes se esfuma de repente. Puf. Y que empieza a sentir una mala hostia africana que no puede conducir a nada bueno, así que propone abreviar el trámite, acelerar la cena, meter a los enanos en el coche y salir pitando. En previsión de males mayores.
El viaje hasta León es tranquilo, escuchando música clásica, hasta que los pitufos se duermen. Entonces mi legítima, a salvo ya de escrúpulos morales, saca la artillería y comienza el bombardeo/interrogatorio.
Y yo, la verdad, ya no estoy para estas cosas. Considerando que he pasado la mayor parte de la semana pensando que el suicidio era la mejor solución para mis problemas, que ahora me enchufen una moralina acerca de lo que uno debe sacrificarse por los demás, por los hijos, que todos nos mordemos la lengua de vez en cuando, etc….. pues qué quieren que les diga. Me pone un poquito de mala hostia. Consigo disimular lo justo para no liarnos a voces dentro del coche, que los enanos están durmiendo. Lo que quiere decir que le doy la razón en casi todo.
Llegamos a casa. Descargamos a los enanos en sus respectivas camas, dormidos como troncos. Y nos acoplamos en el sofá. Es el momento temido. Empiezan las justificaciones, los reproches, y los consejos bienintencionados. Decido evitarlos poniéndome a hacer abdominales. Y mañana será otro día.
A la una de la mañana, ella está dormida. Yo estoy rendido. Me tomo las pastillas para dormir. La despierto y la ayudo a dirigirse a la cama. Arropo a mi hijo mayor, que no se entera (tiene un sueño pesado). Pongo a mi hijo pequeño a hacer pis, porque su vejiga no le llega para toda la noche. Lo hace con el piloto automático, sin despertarse. Perfecto. Lo devuelvo a la cama, le doy un beso y el tío no se ha enterado de nada. Como debe ser.
Entonces voy a la cama. Mi mujer también. Nos dormimos medio abrazados, medio resentidos por lo que hemos dicho antes. Gracias a dios, tenemos tanto sueño que nos dormimos rápidamente.
Un gran fin de semana, sí señor.
Cuando lo he contado en el infierno, ha habido caras de extrañeza. Para eso tanto insistir en el tercer grado?
No he sabido que responder.
Atentamente,

Samuel S. Morgenstern.