martes, 13 de agosto de 2013

HERENCIA

Por esas cosas del destino, que es un cachondo (por no decir cosas peores), mi trabajo está a tiro de piedra del pueblo en el que nació mi madre. El paisaje, y el paisanaje, me son, pues, bastante familiares. Son cosas que conocí desde siempre. Lo que pasa es que ahora tengo otra forma de ver las cosas, y lo que me parecía normal con una edad más tierna se ve ahora bajo otro prisma, y toma un aspecto mucho menos saludable. Un poquito vergonzante cuando reconoces algunos rasgos típicos del país en tu madre. Absolutamente bochornoso cuando los reconoces en ti mismo.
El lugar en cuestión es un páramo. Recibe ese nombre con toda justicia. Una llanura eterna, en la que las espadañas de las iglesias son las únicas orientaciones posibles para moverte. Tierra de secano. Tierra dura. Tierra sin demasiadas comunicaciones. Tierra autárquica, por decirlo de una manera fina. Tierra de endogamia, si queremos ser un poquito más crueles (o más fieles a la realidad: un paseo por el cementerio revela que a través de las generaciones, en el pueblo se han apañado con cuatro apellidos, en combinaciones y permutaciones varias; quieran o no, eso tiene sus consecuencias).
Les voy a hacer una descripción. El pueblo es un conjunto de casas de tapial o adobe. Es decir, de paredes de barro. Ahora hay varias casas de ladrillo, claro, pero son de reciente factura, y rompen un poco la homogeneidad estilística del lugar. A poco que uno se pone a imaginar en retrospectiva, no es difícil ver el pueblo construido exclusivamente de barro. Casas aglomeradas, rodeadas de extensas tierras a las que había que acudir a diario para trabajar. Casas con una huertica en la parte trasera donde se cultivaba alguna hortaliza para la familia y alguna berza para los cerdos (que no eran de la familia, pero casi). Unos meses intensos de trabajo, coincidiendo con el verano, cuando el sol del mediodía hace crujir las piedras. Y un invierno más relajado, con la obligación de atender el ganado y poco más, donde el frío hace crujir los huesos. Meses en los que los lugareños sortean las trampas climáticas de distintas maneras según el sexo: las mujeres se quedaban en casa, al amor de la lumbre y pastoreando a la prole. Si se sentían inspiradas hacían algún dulce casero (mi abuela hacía unas rosquillas y unos figüelos impresionantes, arte este que resultó no ser heredable, al menos por mi madre). Si no había inspiración o materia prima, charlaban. Los hombres iban a las bodegas. Es una zona en la que abundan los viñedos, y en la que, por lo tanto, debe haber bodegas. Las del pueblo están excavadas en el terreno arcilloso que caracteriza la región, aprovechando el desnivel del terreno, y construyendo una galería bajo cualquier ligera colina, donde se habilitan las dependencias necesarias para aprovechar la cosecha de uva  y transformarla ya saben ustedes en qué. Pues allí, a la luz de un candil, pasaban los hombres las jornadas ociosas de invierno, o las tardes de algún domingo. Uno llevaba un poco de cecina, otro un poco de queso, algo de escabeche, un mendrugo de pan. Y se ponían a comer y, sobre todo, a beber, tratando de olvidar el verano de mierda que habían pasado, tratando de ignorar lo que de ellos podían estar hablando las mujeres, y tratando de reunir los ánimos necesarios para enfrentar el verano siguiente.
Mi madre fue la mayor de seis hermanos. Lo que es como decir que fue la madre, en modo amateur, de cinco. En aquellos años, ser hermano mayor era una responsabilidad. Y creo que mi madre nunca lo superó. El hecho de estar siempre pendiente de los hermanos pequeños, ayudando en casa, pendiente de todo, se le quedó pegado en la piel. Un complejo de madre en toda regla.
Luego la familia se mudó a un sitio un poco (muy poco) más civilizado. Al menos, había menos endogamia, que ya es algo. Y conoció a mi padre. En el sentido bíblico de la palabra, y de ese conocimiento nací yo. Pero con papeles, eh? Casados, por la iglesia, y con toda la parafernalia, como se estilaba (y aún se estila bastante) por estos pagos. Luego mi hermano, y luego mi otro hermano. Y, hale hop, ya tenemos una familia.
Al principio, como en todas las familias, nosotros (mis hermanos y yo) lo encontrábamos todo normal. Matriarcado fundamentalista, convivencia frecuente con mis abuelos, mi padre como figura que aportaba el dinero y poco más…. Todo eso era normal. Mamá mandaba, papá trabajaba, mi abuela también mandaba (aunque algo menos) y mi abuelo también trabajaba (hasta que se jubiló y ninguno sabíamos muy bien qué hacía; desde luego, mandar, no). Luego fuimos creciendo, y veíamos que algunas cosas no encajaban demasiado en lo que nosotros entendíamos como normales. Vale que una mujer mande en su casa, pero que un hombre tenga miedo de hacer cualquier cosa en la suya  no parece muy sano. Que mi padre temblara cada vez que mi madre le encargara una ñapa, por miedo al veredicto del jefe de obra (mi madre, evidentemente), que no sólo juzgaba el resultado final, sino el desarrollo de los trabajos, convirtiendo la tarea en algo bastante estresante, pues ya no me parecía tan normal, a partir de cierta edad. Que mi abuelo tuviera que fumar a escondidas y pasara más tiempo en su pequeño huerto que en casa, pues tampoco.
Luego vas creciendo más, y conociendo más los antecedentes de hecho de la familia y los alrededores. Es decir, del pueblo del que provienen (provenimos). Un sitio que presenta un porcentaje de casos de enajenación mental sensiblemente superior a la media. Con casos llamativamente escandalosos, como visiones de muertos, apariciones de familiares sólo de cintura para arriba (“se me apareció la mitad de mi padre”, les juro que he oído yo), intentos de suicidio por ahogamiento en medio metro de agua, duelos a muerte a golpe de azada por quítame allá estos vinos…. Sería un no parar. Y te das cuenta de que el hecho de que el pueblo, que está al lado de otro del mismo nombre, es quizá el único del país en el que el ayuntamiento y los órganos de gobierno recaen en el que se apellida “de Abajo”. El de mi madre, ya lo habrán adivinado, se apellida “de Arriba”.  ¿Recuerdan el anuncio del Fairy de Villarriba y Villabajo? Pues, extrapolando a esta zona, hubiera ganado Villabajo. Casi un expediente X.
El caso es que tú a esas cosas no le das importancia. Tus padres son tus padres, unos señores mayores, a los que no te imaginas jóvenes, ni con un pasado que les haya podido marcar. La verdadera modernidad, el verdadero mundo, la realidad, eres tú.  Así que te tomas esas anécdotas como chascarrillos de la prehistoria, y sigues creciendo, a tu aire. Atento a tus tiempos. Sin pensar, sin ni siquiera sospechar, que el pasado siempre vuelve.
Porque mi madre se pasó tanto tiempo en el pueblo, en ese ambiente paramés, desértico, endogámico y alcohólico, que acabó olvidándose de que se podía vivir de otra manera. Y cuando tuvo la oportunidad, viviendo en una ciudad, con hijos que tenían otra realidad, con un marido que vivía en otras coordenadas, no supo adaptarse. Lo suyo siguió siendo siempre quedarse al amor de la lumbre preocupada por nosotros y por el marido, y currar para tener la casa como una patena. Era lo que se estilaba en el pueblo (expedientes x aparte), y ella no supo reciclarse convenientemente para adaptarse a su nueva realidad. Aquello ya no encajaba demasiado en la vida que teníamos. Pero ella era así. Y trate usted de cambiar a una mujer, y luego me lo cuenta.
Los tres hijos fuimos a la universidad. Algo que, para mis padres, era el no va más del ascenso social. Por encima de eso sólo cabía ser ministro (lo de presidente, directamente, no se contemplaba: eso era una figura mítica, investida de autoridad divina). De hecho, era una expresión recurrente, para aludir a alguien especialmente listo o despabilado, decir “este va para ministro”. Visto el panorama actual, es una suerte que los pronósticos fallaran, porque el prestigio de los ministros ha caído bastante, últimamente.  El caso es que, sin llegar a cargos oficiales de enjundia, los tres hermanos hemos conseguido ganarnos la vida relativamente bien. Con los tiempos que corren, podríamos decir que sobrevivimos sin demasiados problemas, que es el equivalente a decir, hace 50 años, que te has comido el mundo. Consecuencia de esto, sin embargo, ha sido que nos hemos tenido que ir de casa, un pequeño inconveniente que tiene el progreso de los hijos. Un pequeño inconveniente que mi madre, al parecer, no había previsto. Esto le ha acarreado una depresión de nivel DEFCON1, no demasiado preocupante, también conocida como “síndrome del nido vacío”. Les pasa a muchas mujeres. Lo normal es que les dé por la fibromialgia. A mi madre, que es mal original, le dio por los infartos.
Todo tiene su explicación. Es una explicación rara, pero es la única que hay. Como yo no fui un estudiante tan aplicado como mis hermanos, resulta que, prácticamente, los tres nos graduamos y empezamos a trabajar a la vez. Lo que implica que los tres nos fuimos de casa a la vez. Un shock en toda regla para una señora, mi madre, que había visto su vida girar durante 30 años alrededor de las necesidades y peripecias vitales de los tres hijos que tenía en casa. De repente, se ve sin ninguno de ellos. Y decide tener infartos. No sé si por llamar la atención, porque el cambio de revoluciones fue demasiado brusco o porque la fibromialgia no le molaba. El hecho es que en el primer año que estuvimos fuera de casa, mi madre tuvo tres infartos.  Cada vez que sonaba el teléfono, te subían las pulsaciones. Los viajes al hospital se convirtieron en una rutina. Ya conocías a las enfermeras de coronarias por el nombre. Una fiesta, vamos.
Han pasado varios años, y mi madre ha cambiado el objeto de sus preocupaciones. Como ve que sus hijos no son tan inútiles como ella pensaba, ahora ha centrado su atención en sus padres, mis abuelos. Algo que tiene difícil remedio. Mis abuelos están muy mayores, pero tienen buena salud. Algunos achaques, claro, pero nada que yo no firmara para tener noventaypico tacos. Sin embargo, se les ha ido algo la cabeza. Sobre todo a mi abuela. Lo de mi abuelo es más un recrudecimiento de las costumbres de toda su vida. Siempre preocupado de trabajar, y de pasar su tiempo libre lo más tranquilo posible, lejos del control de su mujer, ahora no le hables de residencias, asistentas y demás historias. Se niega a reconocer que necesita ayuda. O más bien es que no quiere extraños cerca, que hagan más patente su invalidez actual, y no es capaz de reconocer que sus hijos no disponen del tiempo, ni de la energía mental y física para cuidarlo, que es lo que, probablemente, a él le gustaría. El resultado de todo esto es que mi madre ha encontrado un nuevo objetivo en el que verter sus afanes cuidadores. Algo que puede ser lógico. Pero que deja de serlo cuando pone  encima el bienestar de los abuelos de la salud personal. Cuando pone por encima de disfrutar de sus nietos el torturarse asistiendo al declinar de mis abuelos sin poner ningún remedio eficaz.
La consecuencia de todo esto es que mis padres, ahora que están jubilados, tienen una relativa buena salud y tienen a sus hijos sanos y con trabajo, y a unos nietos que los adoran, están peleados. El viejo síndrome del páramo. La endogamia del pueblo materno ataca de nuevo. No vamos a ser felices si existe una mínima posibilidad de ser infelices. En este caso, los abuelos. Pero si no fuera esto, sería otra cosa. El caso es estar amargada. Y tener infartos.
Lo peor del caso, como los más perspicaces habrán adivinado, es que yo he heredado muchos de los rasgos psicopáticos de mi madre. Esa tendencia a la depresión, ese buscar problemas donde todavía no los hay, ese hacer un castillo de un grano de arena, ese olvidarse de disfrutar de las cosas que tienes y amargarse pensando en las que te faltan. Así es mi madre. Y así soy yo. Sin infartos, pero todo se andará.
Por fortuna, yo me casé con una mujer que es el contrapunto perfecto a mi forma de ser, o de pensar, o de sentir. Una mujer que es capaz de pegarme un sopapo cuando me pongo tonto, o cogerme de las orejas y llevarme al psiquiatra, a que me dope para que no haga estupideces, o de convencer a mis hijos de que me convenzan para dejar de fumar, etc, etc. Casarme con ella ha aumentado mi esperanza de vida en unos 15 o 20 años, sin exagerar.
Pero la herencia está ahí. Los genes son poderosos. Y no tienen amigos. Reclaman lo que es suyo. No es nada personal. Ellos hacen su trabajo. Y lo hacen muy bien. Mi madre es lo que me recuerda que cualquier episodio vital puede ser interpretado siempre de la peor forma posible, para hacernos sufrir y pensar que la vida es una mierda. Así que ahora me toca debatirme entre las ganas (y la sensación de deber) de ver a mis padres, y el instinto de supervivencia que me dice que cuanto menos me acerque al entorno dominado por los procesos mentales de mi madre tanto mejor para mí. Es una dura decisión. Más, si incluimos en ella a mis hijos, y a mis hermanos.
Pero, en fin, lo primero es lo primero. Y dicen que el primer paso para superar un problema es reconocerlo. Si puede ser públicamente, en un foro permeable al trasfondo del asunto y que pueda brindarte apoyo, mejor. Estilo alcohólicos anónimos, vamos. Así que allá va mi confesión: soy hijo de una mujer cuya capacidad para buscar problemas donde no los hay he heredado, así como su incapacidad para descubrir ningún aspecto positivo en las cosas que vas consiguiendo en la vida. Ahora debería haber un coro diciéndome: hola, Samuel, no estás solo, te queremos, te entendemos, cuentas con nuestro apoyo. Pero no lo hay.
Así que tendré que apoyarme en mi mujer, en mis hijos, en mis hermanos (que parecen sorprendentemente a salvo de este síndrome paramés) y en las benzodiacepinas. De momento está funcionando. Empiezo a disfrutar de las cosas que tengo, y a pensar menos en las que podría tener.
Mis compañeros de resort, aquí abajo, me dicen que no me fíe. Que la genética es una fuerza poderosa y desconocida. Que la herencia acaba siempre reclamando lo suyo. Quizá tengan razón. Pero a mí siempre me ha gustado comprobar mis teorías por mí mismo, sin hacer caso al paradigma predominante. Así que vamos a ver si la química y el amor pueden vencer a la genética. No me negarán que es un combate apasionante. Aquí abajo alguien ha sugerido que esto lo coge Don King y nos hace de oro a todos. Pero, qué quieren, uno es discreto, y prefiere que el combate se dispute en la más estricta intimidad. Solo familia y amigos.
Desde el infierno, atentamente,
Samuel S. Morgenstern.

2 comentarios:

  1. Bueno... coros, coros no hay! Como mucho un solista que, curiosamente, sabe bastante más de genética que tú. [Si te interesa el tema te recomiendo "El Gen Egoísta" de Richard Dawkins, Ed. Planeta]
    Curiosamente este autor afirma que los humanos contamos con una herencia tremendamente importante que modula la herencia génica: la transmisión cultural.
    Pues eso: que viendo a tus churumbeles creo que puedes estar tranquilo porque les has contrarrestado toda la carga génica negativa que crees poseer.
    En cuanto a tus futuros infartos... jejeje... ya serán menos! ¿no?
    Cuídate

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  2. Querido anónimo, no sabía que eras fan de Richard "el rottweiler de Darwin" Dawkins. Es un tipo interesante, y no veo que tiene de curioso que sepa más de genética que yo, aunque me concederás que en ocasiones se le va un poco la pinza.

    Pero precisamente la transmisión cultural (creo que Dawkins lo llama meme, para que en inglés suene parecido a gen o algo por el estilo... en fin, humor inglés) es de lo que hablo también. La herencia de mi madre no es sólo genética, lleva además todas las conductas y reacciones aprendidas. Memes por un tubo. Y cada vez me los noto más.

    Por eso tengo a mi mujer trabajando a destajo, pero la cosa va. En cuanto a los churumbeles, toquemos madera. De momento van bien, si. No han tenido depresiones ni infartos. Todo un record para los 7 años.

    Respecto a mis infartos, no sé qué decirte. Según mi mujer, ser hombre ya es un factor de riesgo (hay que joderse). Tener antecedentes familiares, otro. Nunca se puede descartar volver a fumar, y la hipertensión llegará, seguro, con la adolescencia de los cachorros. Así que no es como para estar seguro de que no.

    Cuídate tú también.

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