miércoles, 26 de junio de 2013

ABRAZOS

Hay muchas clases de abrazos. Supongo que como de cualquier otra cosa. Abrazos de achuchón, abrazos viriles, acompañados de sonoras palmotadas en la espalda. Abrazos tiernos, cálidos y largos, de esos que deseas que no se acaben nunca. Abrazos apasionados, que comprometen seriamente la integridad física de los implicados. Podría seguir y no acabar.

Pero ahora les voy a contar una historia que tiene que ver con una clase de abrazo muy rara. De hecho, técnicamente no existe. La historia viene asociada a una sorpresa monumental, de esas que te dejan con la boca abierta, consciente de que estás poniendo cara de tonto, pero sin poder hacer nada para evitarlo.


Estamos preocupados- me dijo. Te notamos raro ultimamente. ¿Te pasa algo?

Una muestra de afecto desinteresada, genuina, verdadera. Me dieron ganas de llorar.

El despiste del otro día, el accidente del viernes... Te vemos un poco disperso. Bueno, no sé como decirlo, pero te vemos raro. No sabemos qué te pasa, pero es evidente que te pasa algo. No sé lo que es, pero aquí nos tienes para apoyarte en lo que sea, ¿de acuerdo?

Las ganas de llorar arrecian. No me esperaba una muestra de afecto de este calibre. No de él. No de ellos. Pero hacen que me sienta orgulloso de compartir la trinchera con ellos. Esbozo una triste explicación: el estrés, la presión, el médico, la medicación... pero  ya estoy mucho mejor. Él me echa un cable.

Si, nosotros también te vemos un poco mejor.

Bien, parece que la cosa va colando. Pero vuelve a la carga.

En cualquier caso, no te agobies, coño. Apóyate en nosotros, que para eso estamos. No revientes. Pídenos ayuda. Joder, que somos amigos, tío.

Mal que bien, le explico que ya estoy mucho mejor. Le brindo una mirada que pretende ser una demostracion de agradecimiento. Y entonces él, que en siete años de compartir trinchera no me ha tocado ni una sola vez, me pone la mano en el hombro. Más exáctamente, en el cuello. Y me brinda una caricia tan leve que nadie podría asegurar que ha existido. Pero que yo he sentido, y apreciado.

Y para eso estamos.

Y se va. Sale de mi despacho sin volver la vista atrás. Dejándome sólo el recuerdo de su mano en mi nuca, y de su mensaje en mis oidos. Dejándome con unas arrasadoras ganas de llorar. Y con la sensación de que hemos perdido la ocasión de darnos un gran abrazo.

He vuelto al infierno hecho una piltrafa.  Pensando en esa clase de abrazos, los que no has dado, que te persiguen toda la vida. Todos lo han notado. Nadie ha comentado nada, pero sé que, en el fondo, todos saben por lo que estoy pasando. Nada nuevo bajo el sol. La vida siempre ha sido así de perra, pero siempre ha habido gente dispuesta a echarte una mano.

Después de enjugarme las lágrimas, lo primero que se me ha venido a la mente es que estas vacaciones están siendo muy productivas.

Atentamente,

SS Morgenstern.

martes, 25 de junio de 2013

EL SENTIDO DE LA VIDA

La vida tiene un extraño sentido del humor. Sarcástico, corrosivo, desagradable y con una correción política  que deja bastante que desear. Pero, en ocasiones, tiene su punto, las cosas como son.

Después de meses viendo cruzar por el carril contrario camiones a toda hostia sin poder reprimir la idea de lo fácil que sería dar un volantazo y acabar con todo, pero sin acabar de decidirme y dejar pasar de largo una ocasión tras otra, un buen día que voy tranquilo y feliz, sin pensar demasiado en desparrames y sin que la cabeza se me vaya constantemente al agujero negro que últimamente absorbe todos mis pensamientos, me despisto un momento y me salgo de la carretera.

Es curioso como hay instantes en los que el tiempo parece adoptar una extraña modalidad en la que los hechos suceden a dos velocidades distintas. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, mientras el coche daba tumbos a toda velocidad, yo iba dentro, más o menos sin darme mucha cuenta de lo que pasaba, pero pensando a más velocidad incluso. Recuerdo haber pensado que era una putada matarse en viernes (ya puestos, un lunes, coño; te ahorras una semana de curro y les regalas un día de fiesta a los que quieran ir al entierro, por el motivo que sea, que yo ahí no me voy a meter). Recuerdo haber pensado si llevaba todo en regla: papeles, seguro, etc. Recuerdo haber pensado que era accidente laboral, con lo cual la cuantía de la indemnización del seguro cambiaba sustancialmente respecto a un accidente por contingencia común. Recuerdo haber pensado también que era una manera muy tonta de matarse, saliéndose de la carretera en un tramo recto que habrás recorrido no menos de un millón de veces en los últimos años. Hasta recuerdo haber sentido un cierto alivio al ser consciente de que llevaba los calzoncillos limpios y que, llegado el caso, estaría presentable en el depósito (cosas que las madres le inculcan a uno, qué quieren).

Pero no. Cuando los dos ramales del tiempo convergieron de nuevo en una sola velocidad, allí estaba yo, metido en un coche completamente destartalado, con una especie de kleenex gigante delante de los ojos (tarde un poquito en comprender que era el airbag, fláccido ya tras haber cumplido, muy bien, por cierto, su misión). Rodeado de cristales rotos por todas partes. Con gente acercándose con ánimo de ayudar. Y con la sensación de imbecilidad pesando como una losa sobre los hombros.

No necesité ayuda. Al menos, no la acepté. Salí por mi propio bien del coche, me aparté unos metros para coger perspectiva y contemplar la triste estampa que ofrecía el que había sido fiel compañero de correrías durante muchos años. Tranquilicé a los samaritanos allí congregados, con bastante eficacia, por lo visto, porque desaparecieron bastante rápidamente. Llegó la Guardia Civil para hacerse cargo del asunto. Algo que agradecí mucho, porque no me apetecía demasiado ponerme con papeleo. Sólo me apetecía llamar a mi mujer. Y lo hice, sin poder dejar de mirar el coche. Ha pasado esto. Estoy bien. Que sí, de verdad, estoy bien. Un despiste. Ven a buscarme, por favor. Pero tranquila, que estoy bien.

Esperé una media hora. Sentado en la cuneta, fumando un cigarrillo mientras la grúa rescataba los restos de mi querido coche. Con la mirada perdida. Tratando de decidir si aquello tenía algún sentido, o ninguno en absoluto. Cuando llegó mi mujer no había llegado a ninguna conclusión. Deseché la meditación y puse mi mejor sonrisa. Ella se tranquilizó. Los niños también. Yo bromeé un poco. Ya había pasado todo.

Y, sin embargo, de vuelta a casa, bajo el chorro purificador de la ducha, no puede volver a pensar en el extraño sentido del humor de la vida. Un tipo que lleva meses pensando en suicidarse se pega una hostia con el coche y sale sin un rasguño. Miles de tipos más o menos satisfechos con sus vidas salen un día de casa, se estampan contra un poste, o contra el autobús de la línea 7, y angelitos al cielo.

Cuando lo conté esa noche en el infierno, muchos de los congregados movieron la cabeza en señal de asentimiento. Te comprendemos, decían sus gestos. Pero no estoy seguro de si lo que entendían era mi extrañeza por todas las sensaciones que se agolpaban en mi cabeza, o si lo que comprendían, perfectamente además, era la extraña manera de bromear que tiene la puta vida.

Ahora, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que era lo segundo. Comprenderme a mí no es fácil, útil ni necesario. Comprender la manera de trastear que tiene la vida, tampoco es fácil, pero sí útil. Aprender a tomarse las cosas como vienen es un arte. Y, como todas las verdaderas artes, debe tener su origen en una revelación: la vida sólo puede tener sentido cuando uno deja de buscarle sentido. Sólo entonces uno puede empezar a disfrutar de los detalles buenos, soportar los malos, y no volverse loco. Eso es lo único que hay que aprender: a no buscarle sentido a nada.

Es un detalle simple, pero el infierno está lleno de gente que lo aprendió demasiado tarde. O demasiado pronto. Supongo que, como casi todo, es una cuestión de encontrar el momento adecuado.

Atentamente,

SS Morgenstern.

viernes, 21 de junio de 2013

MI ÚLTIMA COMPRA

En ocasiones, sortear los obstáculos es aterradoramente fácil. Una consulta con la federación autonómica de tiro olímpico. Te informan de los requisitos. No parecen demasiado complicados. Un examen psicotécnico, como el del carnet de conducir, y una visita a la Guardia Civil, donde te hacen un examen que da un poquito de vergüenza ajena. Vale. Ya tienes todo.
Ahora vuelves a la federación. Casualmente, no queda lejos de mi casa. Bueno, en realidad lo que queda cerca de mi casa es la galería de tiro. La sede de la federación, donde una aburrida administrativa llamada Silvia toma nota de las diligencias con una desgana que dan ganas de echarse a llorar, está situada en las instalaciones del estadio de fútbol de la ciudad, un faraónico monumento a la vanidad pueblerina erigido con dinero público, comme il faut. Pero la galería de tiro, que es donde realmente se huele la pólvora, queda cerquita de casa. Me voy para allá. Hola, buenas, qué tal. Mire, que tengo el permiso y quisiera federarme. Ya me he sacado el psicotécnico y hecho el exámen con la Benemérita. Usted dirá.

El tipo deja lo que está haciendo (desmontar una pipa, parece una Glock) y me atiende  con entusiasmo. Ah, por supuesto. Pues ahora me rellena la solicitud de ficha federativa y con eso ya está todo. Me tiende unos papeles (los mismos que ya he visto por internet). En cuanto haga el ingreso, todo estará en regla.

Ya, digo yo. Todo estará en regla pero yo seguiré sin tener pistola, que es de lo que se trata. El tipo pone una cara rara. No se ofenda, sigo yo, pero en Picolandia no han sido pródigos en detalles. Agradecería que me aclarara un poco los pasos a seguir, sabe usted.

Ah, bueno, por eso no se preocupe, gorgotea el hombre con alborozo. Ahora le explico, pero, vamos, lo fundamental es la licencia y la ficha federativa. Con eso ya vale. Luego, si quiere tirar, aquí le podemos dejar armas del club. Si quiere tener una propia, le explico los trámites. Usted no se preocupe por nada.

No creo que se me vea muy preocupado, la verdad. De hecho, me cuesta contener la sonrisa burlona que el tipo me inspira, porque imaginar a este hombrecillo en plan Clint Eastwood cuesta bastante. Pero, en fin, todo sea por aligerar los trámites. Lo que usted diga, digo yo.

Relleno la solicitud de ficha federativa, aporto la documentación que me ha facilitado el gremio del tricornio, apoquino la cuota y, ale hop, ya estoy capacitado para comprar una pistola. Impresionante, ¿a que sí? Nadie me ha preguntado si estoy en tratamiento psiquiátrico (por supuesto, hubiera dicho que no, y que investigaran, no te jode). Nadie se ha tomado la molestia de comprobar si tengo antecedentes penales (bueno, igual los civiles sí, y no me he dado cuenta; pero yo juraría que no se han molestado, la verdad). En estos momentos, previo pago del reconocimiento psicotécnico (que ha supuesto un stres considerable, no se crean, mantener la bolita en el carril, identificar las letras y pulsar cuando escuchas un pitido por el oído derecho no está al alcance de cualquiera) y de la cuota de la federación, ya soy un ciudadano autorizado por la constitución y las más altas instancias para poseer un arma de fuego. Ahora díganme que no es para echarse a temblar.

Ah, pero no. Falta un trámite. El hombrecillo me informa, ante mi insistencia en el tema de comprar una pistola, que para tener un cacharro de esos en casa hay que disponer de un armero clase III. Una caja fuerte homologada, para entendernos, que hay que tener en casa para guardar la pipa y la munición. Vale, no parece un obstáculo insalvable. Me dice el hombrecillo que por internet se encuentran buenas ofertas.

Su puta madre, buenas ofertas. La que menos, de las que yo haya visto, cuesta 600 pavos. Una mierda de caja fuerte del tamaño de una caja de zapatos. Joder. Pues ya puede ser segura, ya. En fin. Me consuelo pensando que todo es por un  buen fin. Y, al fin y al cabo, el dinero sólo sirve para gastarlo.

Un coleguilla de los que andaba por allí, por la galería, pegando tiros, se acerca discretamente. Me dice que lo del armero puede arreglarse. Que la Benemérita nunca hace inspecciones domiciliarias, que sólo hay que presentar en la Intervención de armas el recibo de haberlo comprado, y aquí paz y después gloria. Y que él conoce una armería de confianza que expende recibos como podría vender piruletas. Un chollo, vamos. No suena muy legal, pero, en fin, considerando para qué quiero la pistola, me vale. Le cojo los datos.

Días después, ya tengo el armero. O el recibo, que a los picoletos les vale lo mismo. Vuelvo a la galería de tiro de la delegación, a encontrarme de nuevo con el hombrecillo. Que ya lo tengo todo, le digo. Que ya puedo comprar la pistola. Ah, pues casualmente conozco a alguien que puede venderle la pistola ideal para empezar. Una Star del 22. Con la que hemos empezado todos. Perfectamente conservada. Una maravilla, oiga.

Se lo agradezco mucho, digo, pero yo estaba pensando en un calibre un poco más potente. Un 9 mm como poco. Me mira escandalizado. Eso sería un error, casi gimotea. Para empezar, controlar una 9 mm sería demasiado difícil. Y piense que tiene que pasar una competición, como mínimo, para renovar la licencia. Reconsidérelo, me ruega. todos hemos empezado con un 22.

Ya está reconsiderado, le digo yo, intentando no sonar demasiado borde. Pero, ¿sabe usted? el caso es que tengo las muñecas muy fuertes. Hago mucho ejercicio, y tal. Y siempre me ha llamado la atención un calibre como el 9 mm. Además, he visto en la página de la delegación que alguien vende una de segunda mano, a buen precio.

La mirada de espanto arrecia. Pero, pero.... No acierta a decir más. Así que aprovecho y me tomo su vacilación como un asentimiento tácito. Sabia que nos entenderíamos. Deme el número del vendedor, haga el favor. El pobre hombre no acierta a negarse. ¿Y éste es el responsable de todos los tipos que tienen licencia de armas en la provincia? Como dice mi padre, pasan pocas cosas.

Un par de llamadas y una transferencia después, soy el orgulloso propietario de una pistola de 9 mm. Marca Sig Sauer, fabricación suiza (las mismas que usa la guardia suiza del Vaticano, por cierto, detalle que no tiene nada que ver, pero que a un servidor, anticlerical recalcitrante, le pone un pelín cachondo). Modelo P 227, 9 mm.  Con capacidad para 10 balas en el cargador y una en la recámara (me han ofrecido el cargador de 14, pero he pasado, me parecía excesivo). Me han regalado una funda y una caja de munición a medio gastar. Me ha costado 450 leuros. Puesta en la intervención de armas de la Guardia Civil.

total, que otra vez a verle el careto a los de verde. Hola, buenas, vengo a recoger una pistola. Referencia tal, modelo cual. Aquí tiene caballero. Muchas gracias, muy amable. Todo ha sido muy cordial. Supongo que el hecho de que no les haya contado que pienso utilizarla para cargarme a mis jefes ha influido.

En fin, que aquí la tengo. Mola. Pesa. Es fría, dura. Es peligrosa. Me encanta. Y llevarla en la cadera es una sensación casi erótica. Me siento poderoso. Insultantemente poderoso. Me siento peligroso. Y probablemente lo soy. Para mí y para los demás. Porque no puedo dejar de pensar en la cantidad de cosas que se pueden hacer con una herramienta como esta.

Me atreveré?

Aquí en el infierno, las opiniones están divididas. Hay gente que apuesta por mí. Pero otros dicen que siempre han pensado que soy un bluff.

No sabría decir quién tiene razón. El tiempo decidirá.

Atentamente,

SS Morgenstern.


jueves, 20 de junio de 2013

OBSESIONES

Una de las cosas más difícil para un hombre, aparte de mear dentro del váter cuando te levantas empalmado por la mañana o cambiar de equipo de fútbol, es olvidarse de una mujer a la que, en su momento, quisiste tirarte y no pudiste, bien por impedimentos morales, físicos, de logística o de puta casualidad cósmica. Esas cosas se quedan ahí, muy dentro, en algún lugar indefinible a medio camino entre el cerebro y la entrepierna, latentes. Puede que no las notes, pero siguen activas. Simplemente, esperan su momento. Las mujeres deseadas y no conseguidas tienden a convertirse en obsesiones, y las obsesiones son asquerosa y aterradoramente pacientes. Pueden esperar años, siglos, vidas. Lo que haga falta. Hasta que un buen día, te comes una magdalena y te buscas la ruina. Quien dice una magdalena, dice un periódico, o un programa de radio, un comentario de un amigo, una foto vista en algún sitio. Qué más da. El caso es que ha vuelto. Tu mujer maldita. Tu obsesión.

Esta semana he vuelto ha hablar con ella. Para decirle adios, lo siento, me pienso suicidar, espero que todo te vaya bien. Pero, qué cosas. Después de hablar con ella ya no quería suicidarme. Sólo quería seguir hablando con ella. Bueno, y tirármela. Pero suicidarme no. Es un poco como lo que me pasa con la escritura: cuando estoy desesperado tengo ganas de escribir. Y me sale. Los dedos se mueven solos sobre el teclado. Y el texto parece tener sentido. Bien, ¿no? Pero entonces me siento tan bien, tan orgulloso de mí mismo, tan satisfecho de haberme conocido y de escribir así de puta madre que ya no tengo ganas de escribir. Me pongo a ello, lo intento, pero nada. Dame tiempo, esto no me había pasado nunca, enseguida estoy... puedo utilizar las más acreditadas excusas, pero es imposible engañar a la pantalla. Contento soy incapaz de escribir. Sólo cuando estoy asqueado puedo enfrentarme al insultante blanco de la pantalla. El resultado puede ser desigual, no lo sé, ni soy quién para decirlo, ni me importa demasiado, pero al menos soy capaz de escribir.  Y, a pesar de que, como ya he dicho, no puedo ser imparcial, cuanto más cerca estoy del abismo es cuando mejor escribo. Cuando menos quiero vivir, más se empeña la escritura en amarrarme a la vida. Pues con ella ha pasado algo parecido.

Sé que no debí hacerlo, pero no pude resistirme. Ya saben que soy fan declarado de Oscar Wilde, y aquello que dijo de vencer las tentaciones siempre me ha parecido un buen método. Quizá sea comodidad por mi parte, o falta de espíritu de sacrificio. Quién sabe. En cualquier caso, le escribí un breve mensaje. Y después otro. Y otro. Y después otro, ya no tan breve. Y a los diez minutos ya estábamos como hace tres años. Buscándonos las cosquillas. Por una parte, vuelve a ser divertido. Por otra, la sensación de pérdida presentida vuleve a ser insoportable. Por encima de todo, las ganas de tirármela siguen revoloteando sobre todas las conversaciones.

Quiero pensar que soy un caballero, y que lo único que pretendía era darle la oportunidad de decirme:¨"ya te lo dije". Que es algo que siempre reconforta, no nos vamos a engañar. Quiero pensar que fue sólo un momento de debilidad, y que levante la mano el que no ha tenido uno de ésos. Quiero pensar que estoy loco, y no sabía lo que hacía. Quiero pensar muchas cosas.

Pero en lo único que puedo pensar, aunque no quiera, es en estar con ella. En estar en el sentido menos casto de la palabra.  Lo que no me tranquiliza demasiado, la verdad.

Así que me he ido a dar un paseo por ahí, a conocer un poco los alrededores, a ver si me aireaba un poco. Ha sido un error. Porque me he encontrado, de  repente, en el segundo círculo. Rodeado de gente que me susurraba al oido "tíratela".

Como si necesitara que me animaran. Mierda de vecindario. Y es que aquí en el infierno es difícil encontrar buenas influencias.

Atentamente.

SS Morgenstern.

sábado, 15 de junio de 2013

DÍAS DE VINO, ROSAS, BUITRES Y LORAZEPAM

La vida se ha convertido en una montaña rusa. Bueno, la vida no, mi vida, pero como resulta que es la que más me importa, tengo un cierto sesgo a la hora de opinar, que espero que ustedes sabrán disculpar. Los días son un tormento, atrapado en un trabajo que no me gusta, con una mujer a la que quiero demasiado para pedirle el divorcio, pero no lo suficiente para vivir con ella, y con unos hijos a los que adoro pero de los que preferiría tener noticias por internet, sin tener que aguantarlos todos y cada uno de los putos minutos que paso en casa. La educación tiene una parte de carrera de fondo que nadie nos había contado. O tal vez si, pero estábamos demasiado ocupados pensando en follar y no prestamos la debida atención. Un lamentable error.

El caso es que es a plena luz del día cuando todo parece amenazante, gris, peligroso. Cuando veo una realidad distinta de como era hace un tiempo. Tirando más a las películas de Tim Burton, para entendernos. O, si quieren que nos pongamos cultos y marquemos paquete de sensibilidad artística, con cierta estética de expresionismo centroeuropeo de fines del XIX. El cielo se llena de pajarracos que me vigilan. Son pacientes. Son tenaces. Y saben que tarde o temprano caeré, y podrán darse un banquete con mi alma. Intento no mirarlos, pero la alternativa es mirar ese otro mundo, deforme, absurdo, y al final me quedo con los buitres. Y los miro con ese coraje lunático que sólo tiene uno en el segundo final, un instante antes de que la fiera le pegue el zarpazo definitivo. Aunque nunca he pensado que la manera de morir importe demasiado (los italianos dicen que una bella morte honora tutta una schifossa vita, pero también votan a Berlusconi, así que como para hacerles caso), ahora prefiero acabar mirando a los buitres a los ojos. Son extrañamente impersonales. Quizá por eso dan tanto miedo.

Las noches vienen en mi ayuda, puntualmente. Dejo atrás todo lo que debo ser, y me concentro en ser simplemente lo que soy. Quizá debería sentir vergüenza por ser tan poca cosa, pero no. Una vez que lo aceptas, que asumes lo que hay, libera bastante. No tienes nada, no eres nada. No hay nada que perder. Y el mundo duerme, así que tú puedes dedicarte a disfrutar de los únicos momentos de paz en muchas horas. El mundo duerme y te deja en paz, y tú puedes asomar, desde tu rinconcito del infierno, y salir a dar un paseo. Ya no hay buitres. Ya no hay nada. Sólo calma. Eres el rey del mundo. Quizá el lorazepam tenga algo que ver. Bueno, ¿y qué demonios importa? Eres el rey del mundo. De un mundo que antes era amenazante y ahora se ha vuelto amable. Así, sin más. Tienes sueño, pero la fascinación por volver a ver todo como era antes, o como tú lo recordabas, hace que te resistas al sueño. Dormir sería una pérdida de tiempo, cuando tienes ante tí un mundo por fin de líneas rectas y colores tranquilos. Un mundo sin los chillidos amenazantes de los buitres hambrientos. Y sales a recorrer ese mundo, temeroso al principio. Te han enseñado a desconfiar de la calma, la trampa puede estar en cualquier sitio, donde menos te lo esperas. Pero la curiosidad, y el alivio, pueden más. Paseas toda la noche por campos de rosas. Y lloras.  Sobre todo al amanecer, cuando comprendes que has estado toda la noche caminando entre las rosas que nunca enviaste cuando debías, las rosas que alguien esperó de tí, siempre en vano.

El primer rayo de sol te estremece. Sabes lo que anuncia. A lo lejos suena un graznido, mientras una sombra comienza a adivinarse en el cielo todavía oscuro. Vuelven los buitres.

Y tú corres a esconderte de nuevo en tu rincón del infierno, aferrándote a tus pastillas, a recuerdos que nunca existieron, y a la rabia por todas las cosas que no hiciste, por todas las rosas que no enviaste. Aferrándote a los labios que no besaste, y que ya nunca besarás.

Quizá la rabia sea suficiente para sobrevivir otro día más en el infierno.

Atentamente,

SS Morgenstern.

jueves, 13 de junio de 2013

UNA POSIBILIDAD

¿A ustedes no les ha pasado nunca, eso de encontrar una perla entre la inmundicia y el estiercol? Es raro, poco frecuente, y desconcertante, cuando pasa. Pero a veces pasa. Por ejemplo, en una película que no te gusta, que te parece una chorrada y de la que no abandonas la sala porque has tenido una educación casi de posguerra y ya que has pagado la entrada te tragas toda la película, si o si. Es la versión cinematográfica de comerte todo lo que te ponen en el plato, que la vida no está para despilfarros. Y de repente, en medio de aquel pestiño, encuentras la perla, la revelación, la verdad.

Deberías considerar la posibilidad de que le caigas mal a Dios.

Incluso a mi, que soy ateo, esta frase me sobrecoge. Porque pone en solfa mucho más que un sentido de la vida. Pone en entredicho la vida misma. Quizá todo sea una cuestión de escala. Quizá nada tenga sentido. ¿Quién puede saberlo? El caso es que no podemos estar seguros de que Dios quisiera tenernos rondando por su planeta, por su casa. Quizá le suponemos un estorbo. Hay ratos en los que me imagino un Dios medio borracho, viviendo en una caravana cochambrosa y desordenada, gritándole a sus hijos y dando tumbos en busca de la siguiente botella de vodka. Puede que nosotros seamos los hijos de ese Dios borracho e iracundo. Tal vez nuestros instintos de supervivencia se deban a que crecimos en una casa de mierda, con una madre violada por un padre alcohólico, y lo primero que aprendimos fuera a esquivar los golpes de aquellos que supuestamente nos querían. O tal vez esto no sean más que rodeos para decir que la vida es una puta mierda.

Personalmente, prefiero una explicación de las miserias del mundo un poco más científica, con menos intervención divina. Somos animales en busca de la supervivencia, y hacemos lo que sea por conseguirla. Si puede ser con arreglo a las leyes vigentes en tu parte del mundo, mejor, pero sin obsesionarse. La evolución, la lucha por los recursos, todo eso. Una teoría que sirve para explicar gran parte del desbarajuste que se puede apreciar por todos lados, mire uno donde mire. Pero de vez en cuando me entra la vena mística y me da por pensar que quizá no sea todo tan simple, tan mecanicista. Quizá seamos realmente hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Y es entonces cuando se me cae el alma a los pies.

Porque entonces Tyler Durden tenía razón. A pesar de no existir, a pesar de ser simplemente un delirio, una imagen fugaz en las noches insomnes de un loco, fue capaz de dar con la clave: Dios no nos quiere. Aunque seamos sus hijos. Aunque nos creara. Aunque seamos el fruto de su amor, o su lujuria, o de una borrachera que acabó en revolcón, Dios no nos quiere. Somos un estorbo. Así que tenemos que espabilarnos y buscarnos la vida. Hacer algo para demostrarnos a nosotros mismos que somos algo más que figuritas de barro colocadas en el teatro del mundo por un maestro de ceremonias de barba blanca y aspecto adorablemente angelical.

Quizá haya llegado la hora de aceptar que no le caemos bien a Dios. Que somos hijos no deseados.  Estamos en un lugar en el que nadie nos quiere, y en el que nadie nos va a ayudar.

Eso es la vida. Eso es la puta vida.

Cada vez estoy más convencido de haber acertado escogiendo el destino de mis vacaciones.

Atentamente, desde el infierno.

SS Morgenstern.

TIEMPO DE HÉROES

Una vez leí, hace mucho tiempo, que nadie tiene muy claro lo que es un héroe. Para unos un libertador, para otros un asesino, para algunos un tipo con el coraje de hacer lo que debe cuando los demás sólo hacen lo que pueden... Ninguna definición me convenció, la verdad. O quizá el problema es que me convencieron todas. En cualquier caso, el concepto de héroe siguió estando durante mucho tiempo fuera de mi alcance, lejos de mi capacidad de comprensión. Por momentos me parecía una palabra sublime, por momentos una reliquia rancia y sin sentido. Héroe. Una palabra extraña, y a duras penas comprensible.

Recurro, como siempre, a la ayuda de lo más sabio que tengo a mano: mis hijos. Les pregunto: "Chicos, ¿qué es un héroe?". El peque siempre es el que más presta tiene la respuesta. Y sus respuestas suelen compensar con su velocidad su falta de precisión. El que mata a los malos, dijo. Vamos bien, pienso yo. Aunque entonces nos encontramos con un nuevo problema: ¿quiénes son los malos? Uf. Me parece que por aquí nos vamos a liar, porque si cada respuesta nos va a llevar a una nueva pregunta, esto puede ser muy largo. Así que me vuelvo hacia el mayor, algo más reposado, por si tiene un punto de vista distinto que arroje alguna luz sobre el asunto. Lo piensa unos instantes antes de responder con cautela, como con cuidado, quizá para que su hermano pequeño no se sienta ofendido al caer en la aparente simpleza de su respuesta. Un héroe, dice, es el que hace lo que está bien, aunque le cueste. Vaya. Intento disimular la decepción que me ha provocado su respuesta, pero la verdad es que esperaba más de él. Trato de bromear. Entonces, hacer los deberes te convierte en un héroe, ¿no? Y cuando mamá nos cuida y hace la comida, también es una heroína, ¿verdad? Y entonces pasa una cosa muy rara. Que mi hijo mayor, que no tiene entre sus mayores virtudes la capacidad para captar la ironía, se queda mirándome un segundo, muy serio, y contesta. Ajá.

Tiempo de intendencia. Hay que preparar baños, cenas, cepillar dientes, arropar niños.... Así que hasta un buen rato después no tengo el tiempo y la calma necesarios para meditar esa sucinta respuesta como se merece. Me tumbo en el sofá (me gusta este sofá, poner los pies en el regazo de mi mujer, y saborear los escasos momentos, siempre demasiado breves, de los que dispongo antes de volver al infierno) y me digo: ¿y por qué no? ¿Qué más le vas a pedir a un héroe? Hace lo que debe, aunque le cueste. No se debería necesitar más.

Y entonces, cómo tantas otras veces, la vida da una vuelta de campana, impulsada por la conmoción que supone que un enano de 7 años te dé lecciones de filosofía y ética vital. Haz lo que debas, aunque te cueste.
Esa era la clave de todo. La teníamos ahí delante, todo el rato, y fuimos incapaces de verla. Lo que debas. Aunque cueste.

Será cabrón, el enano.

En fin. Disculpen el exabrupto. Ya me vuelvo al infierno.

Suyo atentamente.

SS Morgenstern.

miércoles, 12 de junio de 2013

SI PUDIERAS ENTRAR EN MI CABEZA...

En verano de 2009, Robert Enke le confesó a su mujer, Teresa, que había estado buscando la manera de acabar con todo. De suicidarse. Ella le hizo prometer que no lo haría. Él le contestó: "Si pudieras entrar en mi cabeza, aunque sólo fuera un rato, entenderías por qué me estoy volviendo loco".

Poco tiempo después, el 10 de Noviembre de 2009, Robert se despidió de su mujer diciéndole que iba a entrenarse con el preparador de porteros del equipo. Cuando el tiempo pasó y él no volvía, Teresa supo que algo iba mal. Llamó a algunos amigos. Todos intentaron ponerse en contacto con él. El móvil de Robert no les devolvía la llamada. Algo que había llegado a ser habitual. cuando llamaron al equipo, el preparador de porteros les dijo que aquel día no había habido entrenamiento. Fue entonces cuando llamaron a la policía. Pero era ya demasiado tarde.

En aquel preciso momento, Robert Enke, de 32 años, futbolista profesional, portero del equipo de primera división Hannover 96, se dirigía a la estación de ferrocarril de la pequeña localidad de Neustadt am Rübenberge, cerca de Hannover. Cuando vio llegar el primer tren, se arrojó a las vías. Nadie pudo hacer nada por evitarlo. Enke fue arrollado por el tren, con resultados fatales.

¿Por qué se suicidó? ¿Quién puede saberlo? Tendemos a pensar que los ricos y famosos no tienen problemas, pero eso está muy lejos de ser cierto. Todos tenemos que arrastrar nuestra cruz. En algunos casos el peso es insoportable. Algo que sólo puede apreciarse desde dentro. Como todas las tragedias, la vida es algo sumamente íntimo.

Conocí a Robert Enke cuando fichó por el Barcelona, en la temporada 2002. Procedía del Benfica, y todos le recibieron como una gran esperanza, como la garantía que la portería blaugrana necesitaba. Sin embargo,  no cuajó. Después de una temporada, recaló en el Tenerife. Tampoco triunfó. Después de su aventura ibérica, Enke volvió a Alemania, y se hizo con un puesto en el Hannover 96. Pero ya nada fue igual.

El chico ilusionado que había salido de su hogar con apenas 19 años se había transformado en un hombre atormentado, que luchaba contra sus propios demonios y contra una indomable sensación de fracaso. La muerte en 2006 de su hija de 2 años, víctima de una malformación cardiaca, fue la puntilla. A partir de entonces, los demonios de Enke tomaron el mando. Y ya no hubo vuelta atrás.

Sin duda tenía sus razones, aunque fueran razones que nadie más podía entender. Quizá podía haber enfocado sus problemas, sus fracasos, de alguna manera más positiva, y tal vez el final hubiera sido distinto. Tenía 32 años, una familia que lo quería, una carrera más que digna en el deporte que amaba. Y nada de eso fue suficiente.

"Si pudieras entrar en mi cabeza, aunque sólo fuera un rato, entenderías por qué me estoy volviendo loco".

Ahora aprovechamos el tiempo echando unos partiditos aquí en el infierno. El tipo todavía para bien, y cuesta meterle un gol. Quizá el suicidio le quitó un peso de encima. O tal vez aquí abajo todo es más fácil, incluso hacer de portero.

Aunque, afortunadamente, ni siquiera aquí, en el infierno, nadie puede entrar en mi cabeza.

También afortunadamente, aquí no hay trenes.
Atentamente,

SS Morgenstern. 


miércoles, 5 de junio de 2013

DESPEDIDA

¿Saben una cosa? El infierno está muy mal valorado. Tiene mala prensa, pero no se está tan mal, en serio. En primer lugar,  viniendo de donde venimos nada nos va a pillar demasiado por sorpresa. Y, en segundo lugar, es un sitio en el que se pueden aprender muchas cosas. Gente con experiencia te la encuentras aquí a patadas. Y cada uno tiene su granito de arena que aportar. Cierto que la mayoría son cosas que no es demasiado recomendable poner en práctica, pero, en fin, como decían nuestras madres, el saber no ocupa lugar. Y por saber podemos entender lo mismo el método para resolver ecuaciones de segundo grado que la manera más dolorosa de romperle a un señor el cúbito, por ejemplo. Nunca se sabe cuándo puede hacer falta cada cosa. Personalmente, nunca he tenido que romperle un hueso a nadie (o sí, pero no me he atrevido), y sobre la ética del asunto se podría hablar largo y tendido, pero sigue siendo una forma de saber. Lo que es indiscutible es que yo en mi puta vida he tenido que resolver una ecuación de segundo grado, y eso que soy ingeniero.

Pero me estoy yendo del tema, que no quería hablar de ecuaciones ni de huesos rotos, sino de las cosas que aprendes en el infierno, compartiendo experiencias vitales (o mortales, según se mire), con la gente que merodea por aquí. Por ejemplo, uno de los temas recurrentes entre los inquilinos del lugar es no haberse despedido convenientemente de sus seres queridos y odiados. Porque esa es otra: irte sin tener tiempo para decirle a los que quieres que los quieres tiene que joder una barbaridad, pero que no tengas ocasión de decirle todas esas cosas que pensabas a ese personaje que tanta bilis te ha hecho tragar tiene que joder casi tanto como lo otro. En ocasiones, más.

Eso me ha hecho pensar. Y ya que yo tengo la oportunidad de despedirme correctamente (recuerden que yo sólo estoy aquí de vacaciones), voy a intentar esbozar una despedida para cuando llegue el gran momento y me traslade definitivamente. Qué diría. A quíen. Y cómo. En fin, allá va, a modo de ensayo.

En primer lugar, me despido de mi mujer. Sabes que te quiero mucho, pero no sé si he llegado a estar alguna vez enamorado de tí. Porque nunca he sabido lo que es estar enamorado. Si es sentir mariposas, ver lucecitas, corazones y poner vocecitas de osos amorosos, entonces, efectivamente, nunca he estado enamorado. Si es confiar en alguien hasta el punto de abrirme totalmente, y desear que tú te abrieras, con tus cosas buenas y tus cosas malas, y que confiaras en mí, entonces sí, estoy enamorado de tí. Lamentablemente, ha llegado un momento en que el amor no es suficiente. La vida, en general, era mucho más pesada que la liviana caricia de esos pocos minutos que pasábamos juntos. Y todo comenzó a volverse más oscuro, y tus defectos a sentirse más molestos, y tus debilidades más insoportables. Y ya nada fue divertido, a pesar del amor. Seguramente no fue por culpa tuya, pero en los últimos tiempos ya no suponías para mí el refugio contra el mundo que yo necesitaba. Y los ratos en los que no estabas resultaban extrañamente más agradables que los momentos de compañía. Con lo que hemos llegado a la paradójica situación de que te quiero tanto que haría cualquier cosa por tí, excepto estar contigo. Lo siento mucho. Pudimos haber sido mucho más felices, pero no tocó. Mala suerte. Deseo de todo corazón que te vaya bonito.

Mis queridos peques. ¿Qué puedo deciros a vosotros? ¿Qué podría hacer para que me perdonárais algún día esta imperdonable ausencia? ¿Cómo explicaros, a vuestros siete y cinco años, que hay día en los que vuestra sonrisa no me es suficiente? ¿Que ver cómo vais creciendo y convirtiéndoos en unas pequeñas y adorables personitas no me llena de orgullo como debería? Sois unos niños inmensos, inabarcables, inimaginables. Ni en mis sueños más locos hubiera podido pensar tener algo que ver en la creación de dos personas como vosotros. Sois tan hermosos, y tan listos, y me habéis ayudado tanto a ver el mundo a través de vuestros ojos asombrados que cada vez que lo pienso siento unas irrefrenables ganas de llorar de puro agradecimiento. Cada día me entregáis la promesa de los espléndidos hombres en los que sin duda llegaréis a convertiros. Y, sin embargo, como en el caso de vuestra madre, por algún extraño motivo, por algún perverso y degenerado mecanismo de mi mente, nada de esto es tampoco suficiente. Me hubiera gustado mucho veros crecer, y convertiros en todo lo que yo no he podido ser. Sentir esa mezcla de envidia y orgullo que dicen que significa ser padre. Lo siento mucho, pero me temo que no voy a llegar. Y sin embargo, creo que pierdo yo más que vosotros. Porque vosotros os libraréis de un personaje con mil taras, pero yo me perderé el florecimiento de dos personas extraordinarias.

Papá, mamá,... ¿qué puedo deciros? Gracias me parece demasiado poco, y pediros perdón por el daño que esto os supondrá sería una simpleza. Supongo que lo hicistéis lo mejor que pudistéis. Lo mínimo que puedo deciros es que siempre me sentí querido. No ha sido culpa vuestra. Simplemente, nací así. Con este inconformismo que hace que nada sea suficiente, y con esta tristeza crónica que siempre ha teñido la vida de gris. De gris oscuro. Os quiero mucho, y os admiro más de lo que nunca he sabido expresaros, cosa que me duele. Me hubiera gustado que os hubierais sentido tan queridos como nos hemos sentido nosotros.

Porque nosotros somos mis hermanos y yo. Mis queridos hermanos. ¿Qué puedo deciros a vosotros, hermanitos? Por momentos os he odiado, me ha sido difícil soportaros, nos hemos peleado.... pero cada golpe que os habéis dado lo he sentido como mío. Cada lágrima vuestra ha resbalado también por mis mejillas. Y cada triunfo, cada pequeña batalla ganada, me ha vuelto loco de orgullo. Habéis sido parte de mi vida desde siempre, y nunca os podré agradecer lo suficiente el hecho de que siempre estuviérais ahí. Creo sinceramente que nunca estuve a vuestra altura, lo que por una parte me avergüenza enormemente, pero por otra me tranquiliza al pensar que tampoco me echaréis tanto en falta. En cualquier caso, que os vaya bien. Y cuidad de vuestros sobrinos un poco, porfa.  Ella lo agradecerá, y sabéis que ellos os adoran.

Mi suegra. Ah, mi querida suegra. Dios sabe que he intentado quererte, pero he sido incapaz. Supongo que es un caso de caracteres incompatibles. De agua y aceite. Hubiera estado bien haber conseguido mayor intimidad, pero tu manera de ver la vida en general, y la familia en particular, no era la mía, ni de lejos. Espero, sinceramente, no haberte causado demasiada inquietud todas esas veces que seguramente has pensado que tu hija merecía algo mejor. Sin duda tenías razón. Lo siento. Me hubiera gustado sentirte parte de mi familia, y que tú me hubieras sentido parte de la tuya, pero creo que ninguno lo conseguimos. En fin, cuida de tu hija y tus nietos. Ya no te molestaré más.

Queridos cuñados, vosotros sois un caso aparte. Individualmente he conseguido apreciaros, a unos más que a otros. Colectivamente, vuestra sentido tribal de la vida me ha superado desde siempre. Supongo que nunca encajé, y que desde el principio os parecí un bicho raro. ¿Qué puedo decir? Al menos lo intenté. Sobre todo al principio, intenté integrarme en vuestro ritmo, en vuestras costumbres. Evidentemente, no lo conseguí. Perdón por todo aquello en lo que os pueda haber ofendido, y por favor, cuidad de vuestra hermana y vuestros sobrinos. Ellos no tienen la culpa de mis desvaríos.

Creo que no  me dejo a nadie. A nadie importante, quiero decir. Mi jefe también me echará de menos una temporada, supongo. Pero maldito lo que me importa.  Y mis compañeros de trabajo ya no podrán contar con mi extensa sabiduría inútil, llena de datos acerca de hazañas deportivas, ciudades remotas y personajes que todo el mundo olvidó hace mucho tiempo. Cosas todas ellas que superarán sin demasiado esfuerzo. Para eso está Google.

Y como esto se está alargando demasiado para ser una despedida, me gustaría acabar diciendo simplemente que espero no haber dejado el mundo peor de lo que me encontré. Puede parecer simple, pero nunca aspiré a más.

Eternamente suyo, desde el infierno.

SS Morgenstern.

martes, 4 de junio de 2013

RESPONSABILIDAD

En ocasiones, uno siente que no puede hacer lo que debe hacer, porque eso provocaría más dolor en los denmás que alivio en uno mismo. Es una situación frustrante, que nadie nos va a agradecer nunca, pero es difñicil solventar ese inconveniente de querer hacerse responsable de nuestra vida y de la de los demás, al mismo tiempo. Algo complicado, por decirlo de alguna manera suave.

Está claro que una jaimitada por mi parte afectará de una manera inequívoca a mis hijos y a mi mujer. Pero, y esto es algo en lo que no solemos reparar demasiado a menudo, si el hecho de aguantarme la jaimitada me convierte en una persona amargada, con la bronca presta, siempre dispuesto al vocerío, a la recriminación inclemente... ¿no afectará eso a los que me rodean? ¿No se convertirá más bien esta actitud en un cáncer que va royendo poco a poco la idea de lo que debe ser una familia, una estructura basada en el cariño y en el respeto? ¿Sería mejor desaparecer de repente, y dejar que se apañen como puedan con los recuerdos, muchos o pocos, que les haya podido generar, o aguantar contra viento y marea, degenerando en un ser amargado, hosco y difícil de soportar, que acabe convenciendo a todo el mundo de que la familia es una especie de lotería en la que no sólo tienes que soportar la convivencia con un ser impresentable, sino que además compartes con él una parte de la genética que te impulsa, en mayor o menor grado, a imitar esos comportamientos que tan repulsivos encuentras? Un bonito interrogante, ¿verdad?

Sin embargo, todo tiene sus matices, claro está. No es lo mismo encontrarse a tu padre colgando de una soga en el salón de casa, donde vas a pasar unos cuantos años todavía (años en los que te va a ser muy difícil alejar la imagen de un cuerpo bamboleándose con la cara abotargada sobre un charco de sus propios orines) que recibir un día la noticia de que tu padre, vaya por dios, ha tenido un desgraciado accidente cumpliendo con su deber y ha muerto. La pena puede ser la misma, pero la intendencia es mucho más fácil recordando a un mártir que a un suicida, sobre todo si éste último lleva asociado un recuerdo indeleble con el salón de casa. Al final, la elegancia también sirve para estas cosas. Por no hablar de que disimular puede suponer la diferencia entre cobrar o no cobrar el seguro. Un detalle a tener en cuenta..

La responsabilidad también te hace pensar en estas cosas. Y eso complica mucho la mecánica del suicidio. Nada es tan fácil como parecía en un principio.

Habrá que seguir pensando soluciones.

Suyo atentamente, aquí en el infierno.

SS Morgenstern.

lunes, 3 de junio de 2013

UN DÍA CUALQUIERA

A las 7:50 suena el despertador. Lo apago al primer pitido y me levanto, generalmente desenredándome de un abrazo indeciso pero persistente de mi mujer. Me dirijo hacia el pasillo, controlo que las puertas de las habitaciones de los niños están entornadas y vuelvo al baño. Me afeito, siguiendo siempre el mismo ritual, primero la mejilla izquierda, luego la derecha, acabo con la barbilla. Con el grifo abierto, y golpeando la maquinilla contra el lavabo para desatascarla cuando las cuchillas se embozan con los pelillos que van consiguiendo extirpar de mi jeta. Bálsamo, palmadas y, en los días más optimistas, posturitas ante el espejo.
Luego me voy al vestidor (en realidad es una habitación que vale para todo, donde tenemos el ordenador, la biblioteca, el tendedero, la tabla de planchar y tropecientas cosas más). Me visto y voy a la cocina. Recojo los platos del escurridor, los coloco en la alacena y me preparo el desayuno. Un café con leche y cinco galletas María. Desayuno de pie, frente a la ventana, mirando cómo despunta la mañana e intentando adivinar en qué tipo de día se transformará. Friego el vaso, recojo todo y vuelvo al baño. Me cepillo los dientes mientras siento que mi mujer comienza a revivir en la cama, lentamente. Muy lentamente. Para cuando he acabado, ella ya está de pie (no me atrevería a decir que despierta) y me acompaña hasta la puerta, me desea un buen día y me despide con un beso mientras cierra la puerta con cuidado, evitando hacer ruido para no despertar a la prole, que aún tiene el privilegio de un ratito más de sueño.

Mientras bajo por las escaleras (siempre uso las escaleras, no me gustan demasiado los ascensores) desactivo el modo silencio del teléfono. Compruebo que no hay mensajes. Llego al garaje y siempre me estremezco con la corriente fría que me recibe al abrir la puerta. Las mañanas de mi garaje casan mal con la tibieza de las sábanas que aún pugna por aferrarse a mi piel. Me dirijo al coche, arranco y me voy, mientras empiezo a escuchar la voz del pirata y su banda, que me reciben con clásicos del rock.

Recorro siempre el mismo camino, y mido mi suerte por el número de semáforos que encuentro en rojo o en verde. Generalmente tengo mala suerte, y pillo al menos dos en rojo. Son de los largos, pero no me molesta demasiado, porque voy con tiempo suficiente, y me permite mirar el mundo a mi alrededor desde ese perfecto anonimato que es un coche. Veo algún estudiante apresurado, alguno somnoliento, alguna señora de buen ver que me provoca un chispazo lastimosamente breve de lujuria, una sudamericana culona que no parece haberse enterado de que los leggins, como los borrachos y los niños, nunca mienten (y de que algunas verdades no son demasiado agradables de ver). Luz verde. Paso junto al reloj-termómetro, que me informa de la temperatura y de cómo voy de tiempo. Empiezo a dejar la ciudad atrás.

Llego al trabajo quince minutos después. Me he cruzado con un par de camiones y no he podido evitar pensar que hubiera sido tremendamente fácil pegar un volantazo en el último momento y empotrarme bajo sus ruedas. No creo que hubiera sobrevivido, pero tampoco estoy seguro. El caso es que no lo he hecho. Entro en el recinto, aparco el coche y veo que, un día más, soy de los primeros en llegar. Llego al vestuario, me cambio, hago unos estiramientos para alejar definitivamente los últimos restos de pereza que hayan podido aguantar hasta aquí, y entro en la oficina. Es entonces cuando ya no sé qué hacer. Me quedan por delante ocho horas, más o menos, en las que mataría por estar en otro sitio, en cualquier otro sitio. Brujuleo por internet, doy un paseo por las instalaciones, vuelvo a internet, espero la hora del café. Y vuelta a empezar: internet, paseo, espero la hora de la comida. Por la tarde es básicamente igual, salvo por el hecho de que ya estoy cansado de internet y tengo todavía más ganas de irme de allí. A cualquier lugar, no importa dónde, pero fuera de allí.

Hasta que llega la hora, he pasado por no menos de cinco sitios en los que he tenido de nuevo pensamientos peligrosos. El centro de transformación (¿qué se sentirá cuando 15.000 voltios recorren tu cuerpo?), la zona de trituración (el ruido de las cuchillas triturando acero es tan desagradable... seguro que la carne sería distinto), las máquinas (sería tan fácil... una esquina... oops, no lo ví... prácticamente se metió bajo las ruedas), el tejado (unos 20 metros; creo que serían suficientes)... ¿para qué seguir? Al final, llega la hora en la que puedo volver al vestuario, disfrazarme otra vez de persona normal y volver a casa, rezando por no cruzarme con un camión demasiado atractivo.

Llego a casa. Los niños me saludan, a veces efusivamente, a veces no tanto, algunas veces pasando directamente de mí. Mi mujer suspira, porque sospecha lo que pasa por mi cabeza durante todo el día, y para ella verme de vuelta es una victoria. O  una tregua. En cualquier caso, un alivio.

Ducho a los niños. Cenamos. Friego los platos. Acostamos a los enanos. Ella se dedica a brujulear por internet. Yo hago algo de ejercício en el salón, mirando la tele. Al cabo de un rato, los dos hemos acabado, nos encontramos en el sofá y nos damos unas pocas caricias silenciosas. El sueño nos vence. ¿Vamos a la cama?, pregunta siempre ella. Espera cinco minutos, contesto siempre yo. Pasan cinco minutos. Nos acostamos. Me acaricia mientras suspira y se acurruca sobre mi hombro. Mientras, yo cuento los segundos que me separan de otro día más. Igual que este. Igual que todos. Todos los días son iguales en el infierno.

A las 7:50 suena el despertador.... etcétera.

Con cariño, desde el infierno.

SS Morgenstern.