jueves, 8 de agosto de 2013

EVOLUCIONANDO

Es curioso como van cambiando las cosas con el paso del tiempo. O con la variación en la dosis de tranquilizantes. O con los cambios en los ciclos de la bipolaridad. El caso es que cambian. Cambia el estado de ánimo con que uno ve las cosas, para ser más exactos, porque las cosas siguen siendo las mismas. Y no me pidan una descripción detallada de cómo son, que ya nos conocemos y si empezamos por ese camino vamos a acabar muy mal.
El caso es que mi manera de ver el mundo ha ido cambiando. Indudablemente, la química ha tenido mucho que ver en ello, metiéndome dos marchas menos para rebajar un poquito la velocidad y apreciar mejor el paisaje. Y también los comentarios (algunos, al menos) de mi psicóloga, que después de pensarlos durante mucho tiempo (pero mucho, mucho, porque hace más de un mes que no la veo, así que calculen) me han llevado a algunas conclusiones interesantes. Como soy lento para casi todas las cosas, esto de haber bajado las revoluciones ha resultado un buen negocio. Me ha puesto en el punto exacto en el que poder pensar, y en el que la vergüenza al comprobar la cantidad de gilipolleces que uno ha pensado/planeado/cometido/dicho/escrito en los últimos meses no me afecta como para volver a pensar que todo es una mierda, que uno es un tipo maldito condenado al fracaso y demás historias recurrentes en un servidor. Por el contrario, la vergüenza y las reflexiones me han pillado, como les digo, con el ánimo propicio.  No tan pasado como para que me importe un pito, pero no tan reactivo como para que me afecte demasiado. Es decir, en el punto exacto para pensar, sin condicionantes emocionales extremos. Pensar así da gusto. Es como ponerte a jugar al fútbol en el Nou Camp o el Bernabéu, con la hierba recién segada, regadita, temperatura ideal… si no juegas bien es porque no sabes. Modestia aparte, yo sí sé pensar. De una manera original, si quieren, pero sé. Y las cosas que he ido pensando durante esta temporada han sufrido una evolución importante. Positiva, seguramente, pero desconcertante.
Hace un tiempo (me gustaría precisar más, pero la percepción temporal todavía la tengo un poco alterada, y quizá diga un par de meses cuando han sido un par de semanas, o un día cuando ha pasado mes y medio; también podría tirar de hemeroteca, pero, sinceramente, me da pereza) todo me parecía una mierda: el mundo en general, mi vida en particular y cualquier añadido colateral que pudiera imaginar. Nada me gustaba. La única solución que veía era quitarme de en medio. Lo que pasa es que soy un poco nena y las formas más facilonas de suicidarse son un poco bruscas, como demasiado truculentas para mí: cortarse las venas, tirarse por la ventana, arrojarse a las vías del tren, pegarse un tiro…. Yo pensaba en algo más sutil, más elegante, más cómodo. Púseme a buscar, a medias en la memoria y en internet, y hallé formas excelentes de decir ahí os quedáis. Indoloras, incruentas, limpias. Pero…. Siempre hay un pero. Todas tenían un problema. Pensé en un cóctel Brompton, que además de quitarme las penas iba a dejar patente mi nivel, Maribel. Que no todo el mundo sabe de qué va el tema. Pero me faltaban ingredientes. Y eso que trasteé entre el equipo de mi legítima, que de drogas legales y/o medicamentos raros maneja un huevo, pero nada. No estaba el ingrediente secreto. Y la ginebra a palo seco me parecía un poco bestia para matarse. Todo es ponerse, claro, pero, en fin… estamos hablando de irse con un poquito de clase.
También pensé en un lamentable y fatal accidente laboral. Son cosas que pasan. Mucho más de lo que deberían pasar, dicho sea de paso. Pero, debido al sector en el que un servidor trabaja, los accidentes laborales se encuadrarían en la temática que va de La matanza de Texas a Dexter. Si la truculencia no fuera obstáculo, mi trabajo sería el paraíso de los suicidas: maquinaria pesada, alta tensión, alturas… barra libre. Pero, para un ser delicado y angelical, como un servidor, nada de esto encajaba.
Un accidente de tráfico tampoco estaría mal, me dije entonces. Al fin y al cabo, le pasa constantemente a un montón de gente, y yo cojo el coche todos los días. No tendría nada de raro. Pero, puestos a analizar con detenimiento, no es un método que ofrezca garantías de éxito. Sí, lo de empotrarte contra un camión que viene en sentido contrario está en tu mano, pero de ahí a que del choque resultes fiambre hay un trecho. Porque la vida (o la muerte) es así de caprichosa, y lo mismo te pegas una hostia como un piano contra un camión y sales sin un rasguño como te caes de la silla al reírte cuando te cuentan un chiste y te desnucas.  Si queríamos  asegurar, el tráfico también quedaba descartado.
Lo mío, para ser sinceros, eran las pastillas. O sea, la química. Y si podía ser algo peliculero, mejor. Quiero decir que entre empacharse de valium hasta que se te salgan por las orejas o tomarte un trankimazin combinado con anectine, no hay color. Una pastillica para amodorrarte mientras otra te paraliza todos los músculos y te quedas sin respirar, como un pajarito. Elegante, sofisticado, fácil, indoloro. Pero problemático. Porque desde que mi mujer me vio con tendencia al vuelo sin motor me enajenó el talonario de recetas, con lo cual la posibilidad de autorecetarme los venenos necesarios se fue a tomar por el culo. Fíjense si será perra la vida que ni siquiera morirse cuando uno quiere es fácil.
El caso es que, mientras esperaba a que se me ocurriera una solución al problema, me dio por pensar que, total, puestos a matarme, podía darme el capricho de hacer alguna de esas cosillas que hasta entonces no me había permitido hacer por temor a las consecuencias. Como ahora las consecuencias las iba a pagar el maestro armero, el tema presentaba posibilidades interesantes. Los ingleses  (o los americanos, o los australianos, o algún otro grupo de infraseres angloparlantes) lo llaman “the bucket list”: la lista de cosas que te gustaría hacer antes de estirar la pata. Así que me puse con ello.
El primer punto de mi lista, jugar en la NBA, lo descarté inmediatamente. No por imposible (admito que es improbable, pero no más), sino porque últimamente juega allí cualquiera, y ya no deja la impronta de qualité de cuando a mí me obsesionaba el baloncesto. Así que seguimos al punto siguiente: mujeres. Y ahí es cuando se lió el tema. Porque entonces cedí a la tentación de llamar a mi mujer maldita. A la que conocí hace tres años y me hizo añorar una vida que nunca tuve. A la que me hizo creer en coincidencias cósmicas, en destinos y en cosas así. Solo que ahora el asunto iba más por derecho: simplemente, me apetecía estar con ella, como no pude estar en su momento. Hablando en plata: quería follarla.
Aunque el tema no era consciente, debo decir en mi débil defensa. Era más bien una necesidad de justificación, una manera de pedir perdón por las meteduras de pata pasadas. Una forma de decir los siento, me ponías mucho pero no me atreví y te dejé colgada y haciendo chof chof. Y aquí surgió un problema. Porque ella no me recibió de uñas, con un vete a la mierda, y ojalá no vuelva a oír hablar de ti en la puta vida, sino con una comprensión casi fuera de lugar. Qué tal te va. Pues así, así. Yo tengo apendicitis. Vaya. Lo siento. Yo me quiero suicidar. Bueno, se veía venir, pero no seas imbécil. Ja, ja. No, en serio, que estoy fatal, que no hay día que no piense en matarme. Anda, no seas imbécil. Y tal, y cual….
Y entonces pasó una cosa curiosa: cuanto más hablaba con ella, menos quería matarme y más quería follarla. Así que se lo dije: Oye, que quiero follarte. Y ella me dijo: Muy bien, pero hace tres años tuviste la oportunidad y dijiste que no. ¿A qué viene ahora este cambio? Sería muy largo de explicar, dije yo, pero dame una pista, por lo menos, de si hay posibilidades. Haylas, contestó. Y servidor se olvidó temporalmente de las ganas de matarse.
Lo que pasa es que la logística del caso seguía siendo complicada. A 300 km de distancia, yo hasta las orejas de curro, con la dead line (los términos ingleses me pierden, de lo gráficos que son: yo pensando en matarme y el jefe queriendo asustarme con la dead line… es que te tienes que reir) siempre encima, con el ligero inconveniente que para conducir suponen la convalecencia de una cirugía mayor o estar hasta las orejas de benzodiacepinas, que te dejan los reflejos a la altura de un octogenario a la hora de la siesta, sus hijas, mis hijos, mi mujer, su marido… todo complicaciones. La verdad es que a la hora de poner tentaciones, los diablillos se lo podían currar un poco más y dar alguna facilidad, porque así no quedan más cojones que hacer de la necesidad (imposibilidad, más bien) virtud.
Y, como es lógico, del hecho de hablar todos los días con una mujer a la que te quieres zumbar y no puedes, y encima siendo consciente de que pudiste hacerlo en su día y no quisiste (agravante del caso, sin ninguna duda), sobrevino la consecuencia lógica de que un servidor, con la tensión a la altura del techo del piso de arriba, comenzó a decir estupideces. Y ella se enfadó, y yo juzgué que lo mejor que podía hacer era cortar la comunicación, para evitar males mayores. Ya saben aquello de que vale más permanecer en silencio y que piensen que eres imbécil que abrir la boca y disipar la duda. Pues yo tengo mi personal interpretación del adagio: primero dejo claro que soy imbécil, y luego me callo. Cuestión de tiempos.
Entra en escena entonces un viejo amigo. No recuerdo muy bien a santo de qué, porque la memoria a corto plazo sigue hecha unos zorros, pero resulta que el muy cabrito va y me escribe un guasap. Y, raro fenómeno que no se da todos los días (los fans de Eugenio apreciarán este leve pero sincero y cariñoso homenaje), le contesté. Y comenzamos a hablar con frecuencia. Y como me vio hecho unos zorros, me preguntó de qué iba la película. Me pareció muy largo de explicar por guasap, y como hablar por teléfono no se me da nada bien, le dije que se leyera el blog, que más o menos una idea se haría. Así lo hizo (lo de leer el blog; lo de hacerse una idea lo dudo, porque escribir drogado no es lo mejor para que le entiendan a uno). Y me dijo de vernos. Y nos vimos. Y conocimos a su chica, y pasamos un día juntos, y comprobé que él también lleva lo suyo a cuestas. Lo que me hizo replantearme si no estaría exagerando yo un poquito lo mío. Naturalmente que sí. La vida es así. Te agobia, te aprieta, te ahoga, pero también te da momentos sublimes. Cuanto estás con un amigo. Cuando te ríes con alguien que entiende tu sentido del humor (a mí esto me pasa poco, pero cuando pasa, mola). Cuando follas con alguien a quien le tienes ganas. Cuando haces el amor. Cuando haces el amor con alguien a quien tienes ganas de follar (esto ya es para nota, se lo aseguro, y lo digo con conocimiento de causa). Cuando recuerdas alguna frase tremendamente estúpida o tremendamente genial de tus hijos. Cuando recuerdas algo que hiciste bien. Cuando recuerdas algún momento en el que viste algo tan hermoso que no supiste que pensar. O, puestos a los mínimos, cuando recuerdas que, por lo menos, hubo algo que hiciste mejor que los demás: fuiste el espermatozoide más rápido de todos los participantes en la carrera. Y eso no te lo quita nadie.
Evolución. Cambio. Adaptación. Todo eso es la vida. Por más que a mi me reviente, que prefiera que nada cambie, encontrarme siempre el mismo paisaje, las mismas circunstancias, las mismas soluciones para los mismos problemas. El juego no funciona así. Todo cambia. Incluido yo. La vida tiene sus reglas. Hay que cambiar.  Hacer lo que haya que hacer. Y tragar lo que haya que tragar. Luego,  siempre tendrás esos momentos especiales. ¿Valen la pena? El truco es pensar que sí. Que merecen la pena. Aprender a disfrutar de los pequeños momentos de tregua. Del aroma del café por la mañana, de un gol decisivo de tu equipo, de una tarde perfecta con tus críos (aunque sea una de cada 1000, que viene a ser la media), de un marrón bien resuelto en el trabajo, de un polvo bien echado, de un abrazo que te hace no necesitar echar un polvo. En eso consistía la vida, fíjense. Todo lo demás era relleno.
Ahora estoy mucho mejor. He aprendido un montón. He sacado adelante un montón de curro, contra las previsiones más optimistas del más optimista de mis jefes (que, les aseguro, es mucho decir), empiezo a pensar con tranquilidad, he recuperado a mi amigo el encantador de escarabajos, y ya sólo me queda acabar de convencer a mi mujer de que esto es de verdad, que la mejoría que ella cree ver es real. Que ya no pienso en matarme. Y que seguiré aprendiendo a que me basten esos momentos de felicidad para sobrellevar la vida en las trincheras. Lo hace todo el mundo, así que no puede ser tan difícil. Ni siquiera para una nena como yo.
Lo que no tengo claro, ni de lejos, es si romper el silencio radiofónico autoimpuesto con mi mujer maldita, con mi obsesión. No sé si debería pedirle perdón o sería mejor dejarlo estar. Si volver a hablar con ella daría pie a una nueva escalada tensional que quién sabe cómo acabaría, o si mi primer mensaje sería respondido con un justificado exabrupto y una maldición gitana. Dudas. Siempre dudas. Pero dudas relativas. Porque, en realidad, sé lo que quiero. Quiero pedirle perdón por un montón de cosas. Quiero darle las gracias por otro montón. Y quiero preguntarle si podemos ser amigos.  Solo que no me atrevo.
En el infierno están acojonados, viéndome escribir tanto rato, en lugar de dedicarme al vicio. No saben qué pensar. Ahora que empezaban a considerarme uno de los suyos, voy y me pongo a hacer cosas raras. Los tengo confundidos. Se les oye murmurar. Pobres diablos. Nunca han entendido que escribir es un vicio como otro cualquiera. O peor. Pero no pienso aclarárselo. Allá ellos.
Desde el infierno, siempre atentamente,
Samuel S. Morgenstern.

3 comentarios:

  1. Pues callado... eres un rato. Pero de gilippllas no tienes un pelo. Otra cosa es que tu interlocutor sepa apreciarte. "Hable con ella", o no (sabes que mis gustos cinematográficos no son almodovarianos) Como de tonta no tendrá nada (no te imagino con una descerebrada) hagas lo que hagas ella lo entenderá. Por cierto: hoy me he comprado una rodilla derecha nuevs (tiembla!)

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  2. Jajaja!.Yo pasaba por aqui buscando tratar mis obsesiones y resulta que me encuentro con esto.
    Perdona tio, pero eres un gilipollas o un adolescente. ¿Y a esto llamas evolucionar?.
    No te leido entero, pero macho todos sabemos que no se puede ser "solo amigo" de una tia que te da permiso para más y que encima quiere. Y si no me crees pregunta por ahi.

    Si te sirve de algo yo tengo un TOC y no puedo apartar de mi cabeza ni un rato mis ideas, me inbaden toda la vida.

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    1. Querido anónimo de la 1:18, no sabes cuánto siento no haberte podido ayudar a tratar tus obsesiones.
      Puedo asegurarte que no soy adolescente, pero no que no sea gilipollas, porque ya se sabe que de esas cosas el interesado es el último en enterarse.
      Deduzco de tus palabras una amplia experiencia con el género femenino, por lo cual no sé si envidiarte o compadecerte.
      No sé muy bien cómo iba a ayudarme que tengas un TOC, del que por cierto, no creo que la ortografía forme parte de las ideas que te INVADEN la vida. Pero espero que mejores. Y si no, pues oye, aquí hay sitio para uno más, no te preocupes.
      En cualquier caso, gracias por tu comentario y opinión.
      Atentamente,
      Samuel S. Morgenstern.

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