viernes, 2 de agosto de 2013

PRÍNCIPES, REYES... AMIGOS

Hace tiempo que no escribo, señal inequívoca de que mi ánimo y mi cabeza están mucho mejor. También hace tiempo que no hablo con mi mujer maldita, cosa que quizá (sólo quizá) tenga algo que ver en la mejoría. Lo más probable es que se deba a una conjunción de causas que no haya quién la desenrede, pero es lo que hay. El trabajo aprieta y te deja poco tiempo para alegrías, prescindes de algún que otro vicio (u obsesión) y compruebas con sorpresa que eres capaz de soportarlo, reencuentras viejos amigos, viejos placeres. Vaya usted a saber cuánto ha influido, o si lo ha hecho realmente, cada una de estas cosas en la aparente mejora de mi locura.
Como las filosofadas sin solución no me gustan demasiado (vienen a ser como un magreo sin final feliz), intentaremos ceñirnos a hechos concretos. Uno de los últimos consejos que me dio mi mujer maldita, mi obsesión, fue que hablara con mi amigo. Que me vendría bien. Sea por casualidad, sea porque le hice caso, sea por cualquier otra causa en la que se puede incluir una conspiración entre mi mujer y mi amigo, el caso es que he hablado con él. Incluso nos hemos visto, ya que tampoco vivimos demasiado lejos. Un domingo ocioso por ambas partes, un par de horas de coche, y ya estamos cara a cara.
Un encuentro que sirvió para muchas cosas. En primer lugar, para conocer a su chica. Un encanto, por cierto. Parece que se hacen felices mutuamente, que es lo mínimo que se merecen (por lo menos él, aunque ella también tiene pinta de ser buena gente y merecerlo). También para que conociera a mis críos, porque la única noción que tenían de mi amigo era una fugaz visita una noche de hace varios meses, a la hora de acostarse. Lo que viene a significar que ni él ni ellos tenían una idea clara del contrario. Y, no sé muy bien por qué, me apetecía que mis hijos lo conocieran. Tal vez porque es una persona especial (para mí, pero también especial en general, de esas que te encuentras pocas en la vida), tal vez porque necesitaba que mis hijos vieran que su padre también conoce gente, y no se dedica sólo a trabajar y a correr. O tal vez porque no sabía que hacer con ellos el domingo y pensé que cuantos más fuéramos a cuidarlos, a menos tocaríamos. Pongan x en esta casilla.
Julia y él se caen muy bien. Eso no es sorprendente, porque Julia le cae bien a casi todo el mundo, y él también. Pero también hizo buenas migas con mi amiga consorte. A los hombres nos tocó encargarnos de entretener a los niños, y, cuando podíamos, que no era muy a menudo, hablar de nuestras cosas. Así que aprovecharé para comentar, una vez más, que a mi estos modelos modernos de maternidad no acaban de convencerme. Con qué nostalgia recuerdo a  mi madre custodiándonos mientras mi padre hablaba con los demás hombres, sin niños que los distrajeran de sus charlas serias e importantes (aunque a lo mejor hablaban de fútbol y de las fotos del Interviú, vaya usted a saber). Aún así, lo pasé bien. Verlo siempre me pone de buen humor. Y siempre me parece increíble que haya decidido ser amigo mío.
Desgraciadamente, él tampoco lo está pasando muy bien. Problemas de salud en la familia, sensación de sentirse desbordado, cansancio acumulado, expectativas defraudadas… No está en su mejor momento, y verlo así me dejó un regusto amargo, que traté de asimilar durante todo el viaje de vuelta. En cualquier caso, me alegró verlo, me alegró conocer a su chica. Me alegró poder abrazarlo (aunque un poco así como sin querer, por el qué dirán).
Desde entonces hemos cogido la costumbre de guasapearnos sin piedad por las noches. Para hablar un poco de todo y de nada a la vez. Para saber cómo van las cosas. Para confirmar que el otro sigue en su sitio, aguantando. Para echarnos unas flores, darnos ánimos, confesar flaquezas. Aunque para mí que la razón principal es que me quiere tocar un poco los huevos y elige ese momento porque es cuando yo aprovecho para hacer abdominales (detalle éste que le confesé el domingo, en un momento de debilidad). Y a pesar de que él está probablemente más en forma que yo, tuvo el buen gusto de mostrarse impresionado, alabarme y tal. Pero, a la hora de la verdad, se ha impuesto su lado gamberro y siempre me manda los guasaps cuando estoy en plena faena. Y sé que lo disfruta, porque sabe que me hace perder la cuenta. En fin, ya saben: cabronadas de esas que les tienes que hacer a los amigos porque los enemigos no se dejan.
Espero sinceramente que mejore. Que mejoremos los dos. Y que podamos vernos más a menudo en el futuro. Pero, de momento, me gusta saber que está ahí, y que el sepa que estoy aquí. Que aunque los dos estemos un poquito jodidos, siempre tendremos un empujón para el otro, si lo necesita.  Y que podemos compartir, sin necesidad de ponernos dramáticos, muchas cosas gracias a un sentido del humor socarrón, negro, ácido, mesetario, que los dos compartimos. O gracias al gusto por películas en las que una sola escena, o una sola frase, justifica el precio de la entrada (o, en mi caso, que voy poco al cine, tirarse dos horas en el sofá, en lugar de estar inventando la vacuna del SIDA).
Recuerdo que cuando lo conocí, cuando apenas nos estábamos conociendo, vimos una película preciosa. Cinema Paradiso. Aún hoy es una de mis favoritas, y la primera vez que la vi me emocionó hasta el llanto. Algo que le comenté, un rato después. Y entonces ocurrió algo curioso: que el que casi se pone a llorar, cuando yo ya estaba repuesto, y la cosa parecía un poco fuera de lugar, fue él. Me contó entonces que esa película le tocaba una fibra muy sensible y personal. Sus padres habían tenido un cine, también. Y, como en la película, a él le había tocado ver cómo se cerraba. Cómo aquella sala que le había alimentado sueños e ilusiones se quedaba en silencio para siempre. Ver aquella película le recordaba una época en la que, según sus propias palabras, se le habían caído los huevos al suelo. Y, con todo y con eso, todavía era capaz de apreciar la belleza de la película, destacando por encima de todas la última escena, la de los besos  robados por la censura que Alfredo, el viejo operario del Paradiso, el viejo amigo, el maestro, el padre,  guarda como regalo para Totó. Cuando Alfredo ya no está. Cuando Totó ya no es Totó, sino Don Salvatore. Una cinta hecha de besos robados, de recuerdos. De la esencia del cine. De la esencia del cariño. Pura magia.
En fin, me pongo lacrimógeno, y no me apetece a estas horas, así que cambiamos de tercio. Otra película que compartimos en aquellos tiempos, y que se convirtió en mítica con el pasar de los años, fue La Princesa Prometida. Un cuento de hadas, muy bien contado, y con un sentido del humor que le quita el extra de almíbar que podía hacer chirriar la cosa. Pues, ya ven como es esto, la semana pasada la vimos juntos. A un par de cientos de kilómetros de distancia, pero comentando las jugadas más interesantes por guasap. Y peleándonos por anticipar los diálogos, tratando de marcar paquete y demostrar que nos la sabemos de memoria mejor que el otro. Aunque, si lo piensan, y a pesar de que tengamos más de 40 tacos, es normal que nos guste: aventuras, piratas, venganza, duelos mortales, espadachines, magia,  amor verdadero… y, por encima de todo, una frase. Si, esa en la que todos ustedes están pensando: “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”.
Y de película en película, llegamos a otra de esas en las que una sola frase justifica todo lo que se hayan gastado en hacerla y todo lo que tú te hayas gastado en verla. Una película con muchos y variados ingredientes para gustar: la historia es buena, los paisajes del otoño de Nueva Inglaterra no son de este mundo, sale Charlize Theron (ya ven que no estoy todavía curado, y pongo por delante de Charlize Theron a unos paisajes), la banda sonora es de las que tocan la fibra… Las normas de la casa de la sidra. Una película en la que ambos coincidimos que, por encima de todo lo anteriormente citado, destaca poderosamente una frase que es más que una frase. Una frase que es, en palabras de mi amigo, la mejor forma de dar las buenas noches que ha oído en su vida. Una frase que servía para que un puñado de huerfanitos pudiera dormir creyendo en un mañana mejor. Una frase que ahora sirve para que dos amigos se vayan a la cama pensando que cuando amanezca el mundo será un lugar un poco menos sucio.
Por eso ahora la usamos todas las noches. Después de que mi amigo se divierta haciéndome perder la cuenta de las abdominales, repasemos nuestros respectivos estados, hagamos algunos chistes malos con  juegos de palabras facilones, nos damos las buenas noches.
Yo soy el príncipe de Maine.
Él es el rey de Nueva Inglaterra.
Y quiero creer que ambos nos dormimos con una sonrisa.
Cuando he vuelto al infierno, ni siquiera se lo he comentado. Qué sabrán ellos de cine. Qué sabrán ellos de amigos. Y, después de todo, ya estoy preparando mi vuelta al mundo real. No pensarían que las vacaciones duran eternamente, ¿verdad?
Suyo atentamente,
Samuel S. Morgenstern


2 comentarios:

  1. ¡Por Dios!
    ¿Paisajes otoñales de Nueva Inglaterra antes que Charlize?
    ¡Por Dios que se pare el mundo que me bajo! ¡Cagüennnnnnn!

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  2. (Perdón: un añadido)
    ¡Qué bien escribes, capullo!
    (no es por alabar ni ná-d'eso)

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