viernes, 27 de septiembre de 2013

1000 YARDAS

Contra todo pronóstico, hay gente que me pide que siga escribiendo. Que se echa de menos leerme, dicen. Podría tomármelo como un piropo, pero también los yonkis echan de menos su ración de heroína, y eso no convierte a la heroína en algo mínimamente aceptable. Así que mantendremos nuestra habitual humildad, plural mayestático aparte, y seguiremos escribiendo, sí, pero sin ánimo de ser faro de la cristiandad. Esto es por puro vicio. O terapia. Llámenlo x. El caso es que estoy mucho mejor. Después de meses de asomarme a los abismos, de ser residente en el infierno, de ver siempre la botella medio vacía, comienzo a ver una luz al final del túnel. Puede ser un tren de mercancías que viene de frente y me va a dejar hecho comida para peces, por supuesto, pero ahora me he pasado al otro extremo, y sólo puedo ver el lado positivo de las cosas, así que creo que esa luz es la salida del laberinto. De ilusiones también se vive, oigan.

Pero fíjense si he mejorado que ahora me preocupa mi entorno. Los que me rodean. Convendrán conmigo en que es un paso adelante. En plena depresión, en lo más hondo del infierno, nadie es capaz de pensar en los demás, por muy cercanos y caros que sean. Ergo, si me preocupan los seres queridos es que hemos dado un paso adelante (esta vez no es plural mayestático, me refiero a mis personalidades múltiples). Algo que se podría traducir al román paladín como “vaya cristo que he montado”.  Algo que se podría resumir en ver a mi mujer con la mirada de las mil yardas.
Como ahora me he venido arriba (ya les advertí que yo no conozco el término medio), voy a suponer que todos ustedes no tienen ni las primeras letras y no saben de qué demonios les estoy hablando, así que voy a explayarme un poco en plan didáctico-pedante-repollesco.
En 1914 hubo una guerra. Fue un poco más gorda que las que se habían celebrado hasta entonces, así que los cronistas la bautizaron como la Gran Guerra. Pasó a la historia como la I Guerra Mundial. En ella, en las tierras del norte de Francia, donde los Tercios Españoles habían pasado las de Caín unos cuantos siglos atrás, los ejércitos franceses, británicos y alemanes se batieron el cobre a pecho descubierto. La diferencia está en que los Tercios Españoles lo hacían contra arcabuces y picas, y a los perros infieles les tocó vérselas con alambradas, ametralladoras, obuses, gases venenosos y fusiles de repetición. Una pequeña diferencia. Que, aunque pequeña, hizo que allá donde en los tercios no hubo sino valor y pechos descubiertos, en los ejércitos europeos modernos dieronse casos de gente que ponían caras raras cuando sus oficiales les decían que había que atacar. Caras como de estar pensando “va a atacar tu puta madre, porque yo ya he estado en el infierno, y paso de volver”. Gente que era ipsofacticamente pasada por las armas, por supuesto. Roma no paga traidores, y Francia, Inglaterra o Alemania tampoco querían cobardes entre sus filas. Nada que no solucionara un pelotón, en cualquier caso.
Lo que son las cosas, años después de la guerra que iba a acabar con todas las guerras, se lió un Cristo de una envergadura considerablemente mayor. Ya se sabe que las técnicas avanzan que es una barbaridad, y en lo que a escabechar prójimos se refiere, mucho más. Así que imagínense la escabechina que supuso lo que pasó a la historia como II Guerra Mundial (WWII para los anglosajones).  Que si aplico técnicas industriales para gasear judíos por aquí, que si aplico física subatómica por allá…. El tema dio para muchas películas de acción. Algo que tendremos que agradecer eternamente los ociosos y acríticos homínidos del siglo XXI.
Pero una cosa curiosa de las guerras es que, aparte de un montón de muertos, viudas, huérfanos y miseria, dejan siempre algunas gloriosas anécdotas para la posteridad. La carga de la Brigada Ligera, las cadenas de las Navas de Tolosa, los trescientos de las Termópilas, etc. Y la WWII (vamos a usar la nomenclatura anglosajona, en un afán de cosmopolitanismo y modernidad que espero sea valorado en lo que vale por los posibles lectores) no iba a ser menos, legando a la posteridad un puñado de hechos, frases y circunstancias que pasarían a formar parte del inconsciente colectivo a la voz de ya.
Lo malo es que el inconsciente colectivo es eso, inconsciente. Es decir, que sabe muchas cosas y puede hablar de muchas cosas, pero inconscientemente. Es decir, que sabe, pero no sabe lo que sabe. Es decir, que no tiene ni puta idea de nada. Y voy a parar antes de concluir con alguna sentencia políticamente incorrecta, como que las mujeres no deberían votar, porque me conozco, y además no viene al tema. Lo importante es que algunos términos de los que surgen en esas escabechinas mundiales se incorporan al uso común. Bueno, quizás no tan común, pero se incorporan. Y uno de esos términos es la mirada de las mil yardas.
Como siempre, el concepto original ha sido bastardeado hasta el infinito y más allá, tanto en la forma como en el fondo. El origen de la expresión es un reportaje de un periodista americano que seguía la marcha de los marines en el pacífico, y que en 1944 publicó en la revista Life un dibujo titulado “Los marines lo llaman la mirada de las 2000 yardas”.  La expresión se dividió por dos, pero no dejó de ser heredera de lo que 30 años antes, en la Gran Guerra, se llamó Shell Shock (de difícil traducción literal, pero Shell es obús, y shock todos sabemos lo que es, así que ustedes mismos). Cerca de 4000 soldados fueron juzgados por cobardía en Francia durante la Primera Guerra Mundial, antes de que los médicos establecieran el Shell-Shock como un trastorno a tener en cuenta. Aunque no mucho, porque en la segunda gran guerra los soldados que perdían la cabeza y acababan mirando al infinito, buscando algo más allá del infierno que los rodeaba, eran tachados de cobardes. A trancas y a barrancas, el concepto se popularizó. Shell shock. 2000 yardas stare. La mirada de las mil yardas.
Posteriormente, la gente que manda pensó que sería conveniente edulcorar un poco el hecho de que a la gente se le quedara cara de zombie después de pasar un tiempo al borde del abismo, y decidió bautizar el fenómeno como PTSD (desorden por estrés post-traumático, por sus siglas en inglés). Con lo cual usted no es un zombie, no es alguien vuelto del infierno, no es una persona que ha traspasado la línea… No. Usted es un enfermo, un pobrecito enfermo que ha sufrido un estrés muy gordo y se ha quedado un poco pallá.  Da igual que haya sido en la guerra, en un accidente de tráfico o que se le hayan quemado las lentejas. PTSD. Darle un nombre científico suaviza las cosas. Hace parecer que los científicos saben de lo que hablan, que controlan el tema. Ya.
Después de una temporada en el infierno, cuando he comenzado a salir más frecuentemente, y a pasar alguna noche fuera (es decir, en casa), cuando he empezado a hacer lo que puede considerarse como vida normal, el alivio ha sido considerable. Ha sido una escalada lenta y minuciosa, pensando cada paso como si fuera la última cosa que pudieras hacer. Ha sido duro. Ha sido penoso. Pero se suponía que al llegar a la cima te sentirías bien. Te sentirías normal. Tendrías tu recompensa. Todo sería ok.
Pues no. Lo que se encuentra uno al llegar a la cima, después de una lenta escalada desde el infierno, es que tu mujer te mira como si no estuvieras allí. Que tu mujer mira a través de ti. Que tu mujer tiene la mirada de las mil yardas. Y es entonces cuando uno se da cuenta de que su infierno ha sido compartido. Con un ligero desfase que hace que ahora que tú estás bien, ella se derrumba.
Podrás soportar su derrumbe, recién salido del infierno? Podrás aparecer en el horizonte, mil yardas más allá, para servirle de guía, para ser su referencia? Te derrumbarás tan sólo al pensar que ella, tu soporte, tiene también sus límites?
Son muchas preguntas. Quizá demasiadas. Tal vez no existan tantas respuestas en el breve espacio que suponen 1000 yardas. Es algo menos de un kilómetro. Un kilómetro por el camino de baldosas doradas. Tal vez al final estén las respuestas. O tal vez no.
En cualquier caso, sus ojos siguen siendo preciosos. Miren lo que miren.
Desde el infierno, atentamente.
Samuel S. Morgenstern

1 comentario:

  1. Está claro que no iba a ser como lo de Dorita y su comparsa por el camino de baldosas amarillas, pero dale tiempo. Ella habrá sufrido también y, seguramente será tan fuerte que no habrá dado ni un atisbo de delibilidad hasta no verte fuerte a tí.
    Y lo del estrés postraumático por haber quemado unas lentejas es, sencillamente, genial. De ahí la morriña cuando no escribes.
    Bienvenido. Me alegro de que cada día estés más con nosotros, amigo.
    Ya solo nos faltan unos huevos fritos con picadillo...

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