miércoles, 24 de julio de 2013

VENGANZA

Ayer vi una película a la que le tenía ganas. Munich. De Spìelberg, lo que ya de por sí son palabras mayores. Añadámosle que la historia me pone, y tenemos un par de horas en las que soy incapaz de despegar la vista de la televisión. La peli es de 2005, me parece, con lo que pueden hacerse una idea de la disciplina que gasta un servidor para visionar estrenos, por más que la temática le resulte interesante. Un retraso de ocho años, una historia que ya conocía bastante bien, pero, qué quieren, disfruté más que un gorrino en un charco de barro. Uno es así de simple.

La historia, y paso de advertir que esto es un spoiler, porque ya van ocho años del estreno, y además el tema es cultura general, va de venganza: a los judíos (israelís) les mataron 11 atletas durante los juegos olímpicos de Munich, en 1972. Eran años convulsos, cuando los árabes todavía se creían que podían ayudar a los palestinos a expulsar a los judíos de la tiera prometida (prometida por quién, y para quién?). Unos tipos con pocos miramientos montaron un grupo llamado Septiembre Negro (en recuerdo de no sé qué movida que había pasado en un Septiembre de hacía unos años), entraron en la villa olímpica y secuestraron a todos los israelitas que pudieron. Llamaron la atención del mundo, que probablemente era lo único que querían, y luego se pusieron a pensar en el tema de cómo escapar. Uno de esos detalles que siempre se quedan para el final. Pidieron un aeropuerto, unos helicópteros, un avión grandote... pero les hicieron la del chino. Los alemanes, que de sutilezas y diplomacia andan con lo justo, los llevaron al aeropuerto, los pusieron ante un Boeing vacío y cuando los palestinos todavía tenían cara de esto no puede estar pasando, se liaron a tiros. No fue una buena idea. Se cargaron a unos cuantos terroristas, sí, pero éstos se llevaron por delante a todos los rehenes (9, mas dos que se habían cargado en la villa olímpica), algún piloto de helicóptero y un policía alemán. De los terroristas, sólo tres sobrevivieron. Un cristo de padre y muy señor mío.

Pero, oigan, estaban en Alemania. Y allí los horarios se cumplen. Se pararon los juegos un día, por el qué dirán, y seguimos con la función. Los israeitas echando humo por las orejas, los egipcios abandonando Alemania por si las moscas (tipos inteligentes), los demás países árabes insistiendo en mantener sus banderas en todo lo alto, en lugar de tenerlas a media asta, durante el acto de duelo y homenaje. ¿A que se veía venir que se iba a liar?

Efectivamente, se lió. Israel decidió que, puestos a elegir entre las opciones de vivir acojonados por los palestinos o acojonar a los palestinos, la segunda opción era mucho mejor. Así que montó un dispositivo que les costó un huevo de la cara, que todavía a día de hoy no está muy cómo se organizó, pero que se llevó por delante un montón de dirigentes palestinos, por todo el mundo. Daba lo mismo que hubieran sido autores materiales, intelectuales, ideólogos, simpatizantes o que pasaran por allí. El caso era que si estabas cerca de la OLP o alguna organización similar, tu esperanza de vida podía verse reducida drásticamente.

La película, no obstante, dura un poco más de lo deseable (un fallo bastante común en Spielberg) y nos muestra todos los traumas que los asesinatos, los bombazos, el espionaje y la defensa de la tierra prometida deja en los protagonistas. Es decir, convierte una película de acción en una película de pensar. Lo que constituye una putada gorda donde las haya.

En fin, es una película. Y esos hechos quedan muy lejos. Yo estaría mamando alegre y despreocupadamente de mi madre mientras los palestinos escabechaban atletas judíos, los agentes judíos escabechaban dirigentes palestinos y los informativos se frotaban las manos con el festival que les estaban ofreciendo. Así que, como  les digo, la matanza de Munich, y la operación Cólera de Dios (que fue como Israel denominó a la persecución de los otros por todo el mundo) quedan bastante lejos.

Sin embargo, el tema principal de la película, la venganza, sigue de actualidad. Siempre lo ha estado, y siempre lo estará. Aunque no sé muy bien por qué, la verdad. Porque, contra todo lo que se dice, vengarse del que te ha hecho una putada no te hace sentir mejor. Hacerle una putada a él mola, eso sí, pero tú no te sientes mejor. Y cuantos más medios has puesto en el empeño, más ridículo te sientes. Más ruín. Tanto para ésto. A lo mejor no merecía la pena.

Entonces me vino a la cabeza una historia de hace un porrón de años. Gracias al pastillaje, mi memoria a corto plazo es un cachondeo, pero sigo teniendo unos recuerdos bastante fidedignos de lo que pasó hace mucho tiempo. Y esto fue hace 27 años, así que calculen.

Vamos con los antecedentes de hecho. Un servidor, a la tierna edad de 14 añitos, acababa su primer entrenamiento del año con el equipo del colegio. Había estrenado unas botas de tacos (de segunda mano, por supuesto; en aquellos años todo era heredado, pero no por ello menos ilusionante) y acababa de recibir la camiseta con la que jugaría durante toda la liga. Volvía para casa más feliz que una perdiz.

Era finales de otoño, que es cuando los colegios organizan estas cosas. En esa época, las tardes son ya cortas, y a poco que te demores en los preparativos, el entrenamiento y vestirte de nuevo para volver a casa, te encuentras con que es noche cerrada. Estábamos en una ciudad pequeña. Eran los años 80, donde la proliferación de farolas que ahora disfrutamos o sufrimos (según los casos) quedaba todavía muy lejos, y quien más, quién menos tenía que atravesar algunas calles un pelín oscuras para llegar a casa. Sobre todo si vivía en las afueras, como era el caso de un servidor.

Pues nada. Por una de aquellas calles oscuras iba yo, tan feliz, con mi camiseta nueva (número 6, lo que me convertiría en el Xavi del equipo; sólo de pensarlo me descojono), y mis botas de tacos (Adidas, modelo River Plate, tacos de aluminio desmontables, la hostia en verso, oigan), cuando de repente me sale al paso un chavalote repelente, al que conocía de vista, con ganas de macarrerar. Era bastante mayor que yo, así que se lo podía permitir. Mi acompañante, hoy abogado de éxito, pero en aquel entonces un alfeñique, con mucha menos prestancia física que yo (lo que dice muy poco en su favor, todo hay que decirlo) y yo apretamos el culo y el paso y pretendimos ignorar al tipo, pero fue imposible. Porque ustedes me dirán cómo se puede ignorar a un gañán que te saca la cabeza cuando te coge por los hombros (a mí; el futuro abogado se libró y aprovechó para poner tierra de por medio, lo que demuestra que ya desde entonces tenía un sentido práctico de la vida que lo abocaba a la vida en los juzgados), te zarandea, te insulta, te provoca y te amenaza con hacerte cosas que tú ni siquiera sabes lo que son (que es, quizá, lo que más miedo te da). Así que, puestos a no ignorar las cosas, servidor tuvo un impulso de los suyos: con la bolsa en la mano, de supermercados SPAR, conteniendo las botas y la camiseta, intentó un heróico y fallido golpe en la cara del macarra, de resultas del cual la bolsa se rasgó, las botas salieron despedidas a tomar por el saco, y el resultado fue como una dulce bofetada de plástico en la cara de mi apocalipsis particular. No sé quién quedó más sorprendido, él o yo, cuando lo que pretendía ser una revolución en toda regla acabo siendo un desparrame de botines de fútbol y un camisetazo en la cara.  El tío se lo tomó bastante bien, dadas las circunstancias. O, al menos, desde mis expectativas, donde una sodomización seguida de lluvia dorada hubiera sido considerada hasta razonable. El tipo se limitó a sonarse los mocos con mi camiseta, pasarmela por la cara, zumbarme una hostia que me dejó los oidos en función mono durante un tiempo y despedirme con una patada en el culo que me propulsó unos cincuenta metros, francamente aliviado por el hecho de poner tierra de por medio con aquel energúmeno. Sólo unos instantes después recordé que la camiseta y las botas habían quedado allí atrás, en territorio enemigo. Haciendo de tripas corazón, me asomé a la esquina. El enemigo había desaparecido. Así que, después de pensármelo mucho, y con más miedo que vergüenza, me acerque a recoger a toda prisa mis ultrajadas pertenencias y salí pitando para casa. Llegué sin mayores contratiempos. Con el ánimo por los pies, eso sí, y teniendo que aguantar la bronca de mi madre por llegar tarde, sucio, etc...

Esto no dejaría de ser un hecho anodino entre chavales que intentan marcar territorio (él tendría 17, yo 14) si no fuera porque yo soy un rencoroso del copón, y además tengo una memoria de elefante. Nunca me olvidé de aquel macarra. Nunca se me han pasado las ganas de ajustarle cuentas. Jamás. Quizá esto dice poco en mi favor, pero es lo que hay. Y si no fuera porque el destino es juguetón, y años después hizo que mis padres se mudaran, trasladándose a un barrio nuevo. Curiosamente, a unos 100 metros de nuestra nueva casa vivía mi amigo el macarra. Aunque para entonces, habíendo pasado ya unos 8 años,  el tiempo había ajustado cuentas por mí. Porque mientras yo me dedicaba a estudiar, con más o menos provecho, con más o menos dedicación, que eso no es lo que ahora se discute, él se había dedicado con toda la dedicación del mundo a experimentar todos los estupefacientes conocidos. Y probablemente alguno por inventar. El resultado era espeluznante. El macarra se había transformado en un anciano. No. En un zombie. Un ser de paso tambaleante, indeciso, cara inexpresiva, arranques extemporáneos de cólera con su madre (la única persona que, por aquel entonces, todavía tenía algún trato con él). Ya no había lugar para mi venganza, porque nada de lo que yo le hubiera podido hacer a aquel macarra hubiera sido peor de lo que él se había hecho a sí mismo. Pero, ¿saben qué? Me sentí bien. Verle pudrirse en vida me moló. Aún sabiendo que sentir eso no era lo más adecuado, me moló. No era mi venganza, pero era una venganza, al fin y al cabo. La humillación de 8 años atrás había sido vengada.

La cosa ha ido a peor, como no podía ser de otra manera. Mis padres lo ven a diario, y no lo notan tanto, pero yo ya no vivo allí, y cuando voy de visita, de tanto en tanto, y me lo encuentro por la calle,  me parece que han pasado siglos y estoy viendo a un fantasma andante. A un esperpento desdentado, tambaleante, sonado. Qué, asómbrense, tiene todavía la suficiente capacidad emocional (o simbiótica, llámenlo x) para compartir su vida con una mujer. Imagínense qué mujer, claro. Quizá no sumen más de 10 dientes entre los dos, y fácilmente aparenten más de 150 años entre ambos, cuando ninguno llega a 45.

Yo no hubiera podido imaginar una venganza así. Sinceramente. Me hubiera conformado con darle un par de hostias, ahora que soy más fuerte que él. Y punto. Sin embargo, la vida, seguramente indiferente al agravio que este tipo me propinó hace tanto tiempo, decidió por su cuenta que iba a pasarle una factura de restaurante de moda. Una pasada. Lo ha dejado para el arrastre. Ahora darle dos hostias sería perder el tiempo, porque ni las sentiría. Y matarlo, probablemente, sería lo más piadoso que podría hacerse por él. Menuda es la vida cuando se pone a cobrar facturas, propias o ajenas.

Qué tienen que ver los asesinatos del Mossad con un yonki de mala muerte de mi barrio, se preguntarán ustedes. Pues seguramente nada. Pero no puedo dejar de pensar en las ganas de venganza que una vez tuve hacia ese tipo. Y recuerdo perfectamente la justificación que me daba a mí mismo cada vez que imaginaba cómo le partía los dientes, cómo le dejaba la cara hecha un mapa: no es por venganza, es por ganarme el respeto. Curiosamente, esa frase sale también en la película. Qué cosas.

Ya les digo, han pasado una pila de años. Los judíos y los palestinos siguen matándose, con distintos métodos, motivos y justificaciones. De venganza en venganza y tiro porque me toca. Yo nunca pude vengarme de mi macarra. Y ahora, cuando lo veo tambalearse por la vida, no sé si lo que siento es pena por lo que ha sido de él o rabia por no haber sido yo el que lo dejara así. En mis ratos buenos, me inclino por la primera opción. En mis ratos malos.... bueno, en mis ratos malos, mi macarra ocupa un lugar muy retrasado en mis pensamientos. Por delante de él hay muchas otras barbaridades por cometer.

Cuando lo he comentado en el infierno, después de cenar, la peña se ha descojonado de mi. Empieza a ser costumbre, la verdad. Que si soy un blando, que si se nota que soy un realquilado, que cómo amariconan los estudios... 

Quizá tengan razón. Quién sabe. Quizá nadie es realmente alguien hasta que no se venga de su enemigo. O quizá la venganza no tenga ningún sentido en absoluto.

Atentamente, desde el infierno,

Samuel S. Morgenstern.

1 comentario:

  1. Hoy he tenido la oportunidad de tocarle la pipa a una excompañera de trabajo que me hizo pasar unos meses horribles. Me he quedado mirándola y creo que ha sido capaz de leer lo que había en mi cabeza. Eso SI ha sido una venganza.
    Ayer acompañé a mi madre al médico y vi un Chysler Lebaron. Recuerdo que un dìa, no hace tantos colo la ostia q te peló tu macarra, me dijiste que era tu coche ideal. Sonreí (con dientes)

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