Una noche en un pueblo junto al mar. Un hotel con cabañas de madera, que le da un aspecto pintoresco. En algunos momentos no sabes si estás en un poblado de leñadores canadienses o en los aposentos de la servidumbre. En fin. Las instalaciones son cómodas, el ambiente tranquilo, la temperatura ideal. Acostamos a los niños, agotados después de una tarde de playa y una cena en un restaurante, cosa que siempre los estresa un poco (yo creo que porque nos notan a los padres estresados, pero, sea cual sea la causa, ellos lo acusan). Tardan poco en dormirse.
Pero es demasiado pronto para los adultos. Así que decidimos salir al porche, al fresco. Estamos así un rato, pero el porche es incómodo, y poco más alla hay unos invitadores columpios, desde los que se divisa perfectamente la puerta de la cabaña, con lo cual se puede abortar cualquier intento de fuga de nuestros retoños, y que se antojan infinitamente más cómodos que las duras escaleras que están torturando nuestros culos desde hace un rato. Se aprueba la moción, y la sesión parlamentaria se traslada a la zona de columpios.
La noche, a veces, tiene estas cosas. Las conversaciones salen despacio y fácil, sin saber muy bien por qué, pero sin hacer daño. Se habla de todo, de todos, y de todas las formas posibles. En parte por el ambiente, en parte por las drogas, el momento se vuelve propicio a las confidencias.
Has vuelto a hablar con ella, verdad?
Si.
He preferido decirlo sin dudar. O tal vez no he podido evitarlo. O tal vez la sorpresa de que ella siempre note esas cosas me deja desarmado.
Te dije que te llamaría.
La he llamado yo.
En el fondo, es igual.
No lo creo. Para mí no.
Se encoge de hombros. Y eso es todo.
Sólo quiero que seas feliz. con ella o conmigo. O tú solo. Lo que sea. Pero decídete. No puedes pasarte la vida dejando que los demás decidan por tí, o decidiendo todo teniendo en cuenta las reacciones de los demás. Párate un momento, piensa, y decide. Toma una decisión. Y entonces actúa. Aunque te cueste. Para bien o para mal, estarás peleando por algo que tú has decidido, y no como ahora. Ahora lo único que sientes es que sufres los inconvenientes derivados de las decisiones de los demás.
Una vez más, me deja sin habla. Esa capacidad suya para poner en palabras mis más enmañrañados pensamientos, esa habilidad para ver a través de mí... supongo que por eso me casé con ella. O, para ser más exactos, no pude evitar que ella se casara conmigo.
Pienso durante un minuto, tal vez dos. Es lo bueno de estos ratos nocturnos, de estas conversaciones a deshora. El tiempo no tiene tanta importancia, el ritmo no tiene por qué ser tan apresurado como durante el día. Pienso en lo parecido que suena lo que ella me ha dicho a lo que yo llevo pensando unos días.
Porque quizá esto no ha sido una depresión, sino el efecto de dejar que se concentren en un sólo instante todas las decisiones de una vida. Un agobio importante, sin duda, que impide disfrutar de muchas cosas, por supuesto, y que rebajan bajo mínimos la ilusión por vivir. Que hacen desear permanecer en la cama, con la cabeza bajo la almohada, y esperar que pase algo, o que no pase nada, que viene a ser casi lo mismo. Síntomas parecidos a los de la depresión, pero motivados por distintas circunstancias.
Y entonces pienso por qué me casé con ella. Y pienso por qué me gusta hablar con Ana. Y pienso por qué me he sentido ignorado, en muchas ocasiones, mientras sorteábamos los obstáculos que la vida de joven pareja con hijos iba poniendo en nuestro camino. Y pienso también en por qué con Ana nunca me he sentido ignorado, sino adorado, a lo largo de nuestro intercambio epistolar. La diferencia es la vida real. Nada más, y nada menos.
Y así lo digo. Con la voz que se me pone a veces de locutor de programa nocturno de radio, acentuada por las pastillas para dormir que me he atizado minutos antes, y por el cansancio acumulado durante toda la jornada, durante toda la semana, durante los últimos ocho años. Creo que ya sé cual es mi vida. Creo que ya sé cual es mi familia.
Ella suspira.
Piénsalo bien. No hay prisa, y yo no te voy a poner trabas. Me dolerá más o menos, pero no te voy a estorbar, decidas lo que decidas.
En ese momento la quiero todavía más. Y siento que tengo que decírselo. Porque se lo merece. Porque es verdad. Y porque casi nunca se lo digo.
Te quiero. A pesar de todo lo que no me gusta de ti. A pesar de tus despistes, de tus desesperadas búsquedas de las llaves en el último momento, de tu manía de pensar en voz alta, de tu costumbre de hacer mil ruiditos junto a mi oreja mientras buscas la postura óptima para dormir. A pesar de interrumpirme cuando estoy hablando. A pesar de ignorar sistemáticamente algunas de mis órdenes a los niños. A pesar de todo eso. O quizá sobre todo por eso. Por llevar ocho años conociéndote tan a fondo que quizá, sin darme cuenta, me siento un poco defraudado cuando encuentras las llaves a la primera. O cuando te duermes sobre mi hombro sin hacer los ruiditos de costumbre. O cuando noto que estás pensando pero no dices nada. Quizá te quiero no porque he aprendido a tolerar lo que no me gusta de tí, sino porque me he dado cuenta de que tú jamás me has echado en cara lo que no te gusta de mí.
Todo eso pienso. Todo eso intento decir. Pero lo único que digo es te quiero.
Ella me mira, y sonríe. Siempre sonríe cuando se lo digo. Quizá porque se lo digo pocas veces. O quizá porque sabe que esta vez significa algo distinto. Una decisión. Un compromiso. Hay ocasiones en las que los votos no necesitan lugares solemnes. Un columpio, una noche de Julio. Te quiero. ¿Para qué más?
Entonces, ¿a qué todo este lío? ¿Por qué toda este infierno de los últimos meses, peleado con la vida, con la gente, huyendo de todo?
Es una buena pregunta. Ella siempre hace buenas preguntas. Aunque no sé si la quiero más o menos por ese motivo. Las buenas preguntas suelen ser muy incómodas. ¿Por qué?
La verdad, no lo sé. La cabeza nos juega esas malas pasadas de vez en cuando. Actúas, haces, deshaces, piensas, vuelves a pensar.... pero no tienes ni la más mínima idea de por qué.
Sin embargo, me aventuro a encontrar una respuesta. No tengo nada que perder, es de noche, estoy con mi mujer, sintiendo su calor, tengo la cabeza embotada, y me parece que es el momento de darle una explicación. No sé si será la verdadera, pero es algo que le debo, y lo tengo que intentar.
Nunca me imaginé casado, ni con hijos. Nunca me imaginé pensando en otros antes que en mí mismo. Nunca pensé que la idea de que algún otro pudiera sufrir me hiciera sufrir a mí. Y no sé si he aceptado eso todavía. Hace ocho años decidí hacer eso. O lo decidieron por mi. Quizá he malgastado parte de estos ocho años echándole la culpa a los demás, en lugar de intentar aceptar la idea.
Entonces intento explicarle el dolor que supone comprobar que mi vida actual se separa cada vez más a la vida que un día hubiera soñado para mí, si me hubiera detenido a soñar tal cosa. El dolor de saber que no hay marcha atrás, ni tiempos muertos. Esto es la vida, y la vida siempre sigue. Intento explicarle que hay ocasiones en las que ese dolor no me deja ver lo que tengo alrededor. Añorar lo que nunca ocurrió no es sano, pero que eso nos impida ver lo que realmente está ocurriendo es infinitamente peor.
Hoy, sin embargo, la añoranza acabó. Sé cual es mi familia. Sé cual es mi vida. Y sé que la vida es dura, y que tocará apretar los dientes. Vale. Habrá que aceptarlo. También sé que puedo vivir con mis fantasías, que yo creía obsesiones. No lo son. Son vidas fuera de la mía. Vidas que nunca viviré.´Quizá me sirvan para charlar, para jugar a provocar, para intentar recordar qué se siente cuando uno juega a conquistar. Y ya.
Estoy a punto de dormirme sobre su hombro. Vamos a la cama, me dice. Le contesto con un murmullo.
No recuerdo cómo llego a la cama. Arropamos a los niños. Nos acostamos abrazados. Y, un segundo antes de sumergirme en un sueño profundo y reparador, siento como un fantasma se desvanece en la oscuridad, dejando en el aire un ligero perfume a sueños rotos.
He vuelto hoy al infierno. A recoger mis cosas. Ya no necesito volver. Los demás me han mirado con una mezcla de envidia y asombro. Supongo que eran pocos los que apostaban por mí. Esbozo una sonrisa. Me gusta joder pronósticos.
Pero luego lo pienso mejor. He aprendido tanto aquí abajo. Es un lugar especial. Ayuda a pensar. Y entonces tomo una decisión. Dejo el equipaje, y anuncio que mañana volveré de nuevo.
Uno no abandona a sus amigos en el infierno.
Atentamente.
Samuel S. Morgenstern.
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