martes, 23 de julio de 2013

CANSANCIO

Pocas veces he encontrado una frase como la del pie de foto, que ilustre de manera tan perfecta lo que yo quiero decir, gastando mucho más tiempo, más letras y consiguiendo decirlo peor. Estoy cansado es la manera de decir que estoy harto de todo esto. De todo. Quizá sea lo mismo. Un cansancio vital que se transforma en hastío. Un hastío que va conformando un cansancio que hace que la vida parezca no tener mucho sentido. Qué más da. Al final, lo importante no es la realidad, sino cómo uno la percibe. Si uno se siente cansado de todo, está cansado de todo. Si se siente harto, está harto. Y punto.

Naturalmente, psiquiatras, psicólogos, amigos bienenintencionados, esposas preocupadas, amigas con oscuras aspiraciones o sin ellas, familiares, compañeros.... todos intentan hacerte ver que te equivocas. Que siempre hay algo que merece la pena. En ocasiones, consiguen su propósito. En otras, no. Mi caso es una de las veces que no. No hay manera.

Puedo estar dopado. Puedo corregir mis niveles de neurotransmisores. Puedo cambiar los hábitos más nocivos para el control mental (alcohol, por ejemplo; mujeres, periódicos, etc). Puedo cambiar muchas cosas. Incluso puedo vencer mi timidez natural para contarle a una extraña, por muy psicóloga que sea, cosas tan íntimas que jamás le había contado a nadie. Para enfrentarme al escrutinio de un psiquiatra que tiene una pinta, digamos, poco invitadora a creer en su inteligencia, con su despacho lleno de neones y madelmanes. Puedo hacer todo eso, y más. Pero nada de eso va a cambiarme. Porque lo esencial es que no sé si quiero cambiar.

Naturalmente, sé que no soy feliz, y me gustaría serlo. Pero preferiría que fuera el resto del mundo el que cambiara para adaptarse a mi manera de ver la vida. Y dado que eso parece poco probable, también parece poco realista esperar una mejoría significativa en mi estado. No me gusta el mundo en el que vivo. No me gusta mi vida, ni mi entorno, ni mi trabajo, ni mi ocio. No soporto mis limitaciones, y cada vez llevo peor las de los demás, especialmente aquellos que conviven conmigo. La paciencia ha dejado de figurar en mi vocabulario. Quiero las cosas rápido, ya, ahora, sin pensar si me convienen. Sin pensar si me las puedo permitir. La mayoría de las veces, ni me convienen ni me las puedo permitir.

Algunas de las cosas que me molestan del mundo, cierto es, lo hacen muy tangencialmente. El hambre en África me da bastante igual. La falta de respeto a los derechos humanos en el 90 % del mundo, tirando por lo bajo, me deja indiferente. La pesca de las ballenas, el fin de los ecosistemas, la extinción del lince ibérico, la prohibición de las corridas de toros y otras muchas cosas de ese tipo me resultan tan lejanas que no podría, aunque quisiera (que no es el caso) sentirlas como una preocupación. Simplemente, me quedan lejos. Una visión cortoplacista, ya lo sé. Algún día me afectará a mí. O a mis hijos. Algún día vendrán a por mí. Pero, de momento, sólo estan viniendo a por los judíos. Así que no hago nada. (y por favor, no se me hagan los listos diciendo que estoy parafraseando la cita de Brecht, porque no es de Brecht; es de un cura alemán que se llamaba Martin Niemoller).

Pero después hay algunas cosas que resultan insignificantes para el resto del mundo que para mí son como una piedra en un zapato. Algunas rarezas de mi mujer. Algunas servidumbres a pagar en pro de la convivencia doméstica. Algunos pequeños signos de que el tiempo va pasando y ni nosotros ni nuestros mayores vamos a mejorar fisicamente, sino más bien todo lo contrario. La conciencia de que no voy a conseguir muchas de las cosas que me permití soñar. La certidumbre de mi mediocridad y mi falta de coraje, físico y moral. Una mujer que no me conviene pero a la que no puedo evitar desear. Un trabajo sin sentido, o con un sentido abyecto y totalmente falto de ética y respeto. Mi propia manera de ser, que me autocondena a un exilio interior, que impone mi pánico a hablar con desconocidos a mi curiosidad por conocer a gente interesante. Todo eso sí me importa. Todo eso sí que me jode. Mucho. Tanto que me hace plantearme soluciones drásticas. Porque, a pesar de que la receta tradicional dice que los problemas se abordan de uno en uno, creo que de ese modo tardaría demasiado. Aquí tiene que ser todo o nada. O cambio el mundo, o me voy. No hay más. 

Y cambiar el mundo significaría alterar demasiadas cosas que no están a mi alcance. Soy insociable, depresivo, obcecado y rencoroso,  pero también soy realista, y esto queda totalmente fuera de mis posibilidades. Sólo queda irme. La otra solución. La que todo el mundo está temiendo. La que tiene a mi mujer sin dormir durante todo el verano.

Pero, verán, le he prometido a mi mujer que no voy a hacerme daño. Al menos, conscientemente. Es decir, que no ve voy a abrir las venas, ni me voy a tirar al tren, ni voy a saltar desde lo alto de un tejado. Lo que haga de manera inconsciente ya es otro tema del que no me hago responsable (y no hablo por hablar: 3 accidentes de tráfico en 4 semanas es una marca al alcance de muy pocos, y quizá quiera decir algo). Así que lo del suicidio queda, por el momento, aparcado.

Pero hay otras formas de irse, de dejar una vida que no te gusta. La más simple es, simplemente, irse. Dejar una nota en la mesa de la cocina y desaparecer. Desgraciadamente, creo que es ilegal (abandono de hogar o algo así, se llama), y te pueden hacer volver, o pagar una multa, o meterte en la cárcel o yo qué sé.  La forma civilizada de hacer esto se llama divorcio. Firmas unos papeles, regateas unos bienes, unos derechos, intentas obviar la cara de estupor y las lágrimas de los niños, y, ale hop, cada uno por su lado. Se supone que ya eres libre (entre comillas; entre muchas comillas) para rehacer la vida, y rehacerla un poco más a tu gusto. Una idea, para qué negarlo, que cada vez se va abriendo paso con más insistencia en mi perturbada mente.

Sin embargo, hay un problema. Que si bien tengo bastante claro lo que no me gusta, lo que no quiero, me temo que tendría muchos problemas a la hora de construir una vida propia. Porque no tengo la menor idea de lo que quiero. Porque, si lo supiera, me faltaría el coraje para luchar por ello. Y porque, si por alguna casualidad alguien peleara por mí y me concediera lo que quiero, automáticamente me asustaría. El hecho de tener lo que deseo hace que tiemble sólo de pensar en la posiblidad de perderlo. Quizá por eso no me gusta mi vida.

Porque quizá tengo la vida que quería, pero me da tanto miendo perderla que he optado por una estrategia intermedia: despreciarla. Sacarle pegas a todo. Darle una importancia desmesurada a las más nimias complicaciones, y reducir hasta el absurdo todo lo bueno que he conseguido. Tal vez renegar de mi vida no es más que un signo de lo mucho que la quiero, y la necesito. Aunque eso supongo encontrar pelos en el lavabo, cosas fuera de sitio, reuniones familiares... Aunque eso suponga que nunca voy a tirarme a esa mujer que, vaya usted a saber por qué, se me ha metido en la cabeza.. Aunque suponga que nunca voy a ser un escritor famoso, ni  deportista de élite, ni fotógrafo de Playboy.

Así que quizá estas vacaciones en el infierno no me vengan tan mal, después de todo. Vine aquí buscando mezclarme con la chusma, con los desheredados, con los perdidos. Pasando inadvertido. Vine buscando tener alrededor tanta miseria que me hiciera olvidar, siquiera por algunos momentos, la mía. Pero tal vez estas vacaciones me aporten mucho más. Quizá me sirvan para descansar de verdad. Y para descubrir que en realidad no estoy harto de todo, sino sólo asustado. Para descubrir que me estoy portando como un niño caprichoso que lo quiere todo a su gusto.

Sería curioso, la verdad. Después de dejar la esperanza en la puerta, como manda el lema de la casa, recuperarla dentro. Bajar al infierno para darte cuenta de que lo único que tenías que hacer era disfrutar de lo que ya tenías, y apretar los dientes cuando vienen mal dadas. Soportar los días malos, y olvidarlos en cuanto haya un mínimo detalle luminoso digno de ocupar un lugar en tu memoria. Aprender a recordar las sonrisas de tus hijos y de tu mujer, en lugar de imaginarte las lágrimas que quizá nunca lleguen.

He intentado explicarles esto a mis compañeros, aquí abajo. Me han mirado extrañados, indiferentes. Ellos hace mucho que perdieron la esperanza. Tal vez no soy el primero que ven rebelarse con un arrebato de euforia. Algo en sus miradas me ha transmitido lo que quizá siempre he sabido. Y la euforia se ha ido a tomar por el culo. Porque sus miradas eran puro hielo.  Sus miradas me decían: hay guerras que no se pueden ganar, chaval.

La euforia se ha ido. Y vuelvo a sentirme cansado. Cansado para jugar con mis hijos. Para volver a una casa vacía. Cansado para volver mañana a este mismo trabajo de mierda. Creo que incluso estoy demasiado cansado para tirarme a la mujer de mis obsesiones, si se presentara la ocasión.

Desde el infierno, harto de todo, pero suyo siempre.

Samuel S. Morgenstern.

1 comentario:

  1. Escribes de puta madre.
    Lo de echarle mano al teléfono y marcar el número de algún amigo bienintencionado no. Pero escribes bien, jodido!

    ResponderEliminar