viernes, 12 de julio de 2013

ÉL NUNCA LO HARÍA

Llevo unos días demasiado acelerado. Por el día me dedico a resolver cuestiones que deberían estar resueltas hace años, pero que, por uno de esos azares de la  vida y de las direcciones generales, todavía no lo están. Por las noches, me dedico a cosas mucho menos intelectuales, porque no tengo el cerebro para hacer mucho gasto, la verdad. Después de cenar y acostar a los niños, mientras mi mujer chatea con Dios sabe quien, me apropio del salón, y comienzo mi ritual de autotortura. Flexiones. Abdominales. Una sudada descomunal, por mucho que tengas las ventanas abiertas e intentes mantener una tenue corriente de aire. Suelo hacer 100 de las primeras y 2000 de las segundas, pero, dependiendo de lo que haya en la tele, o de la conversación que me dé mi mujer, que algunas veces acaba el chat antes de lo previsto y se incorpora al show, pierdo la cuenta y hago alguna de más. A beneficio de inventario.

Dado que acabo con una sudada considerable, me doy una ducha, me pongo los gayumbos más horribles y cómodos que tengo por casa y vuelvo al sofá, donde me espera mi legítima, a tumbarme un poco encima de ella, mitad atento a sus caricias, mitad atento a los infumables documentales de la televisión por cable. Después de un rato, la fisiología reclama lo que es suyo, y las caricias de mi mujer pueden más que cualquier aburrido documental, Punset incluido. Así que nos vamos a la cama y follamos como nunca uno imagina, cuando tiene veinte años, que se puede follar con cuarenta. Como soy un caballero, no les voy a dar más detalles.

Vuelve a amanecer, y las trincheras vuelven a reclamarme. Correos, reuniones, paseos para aquí y para allá, intentando coordinar lo que tiene difícil coordinación. Y entonces llega un momento, todas las mañanas, no sé si porque es cuando el efecto del antidepresivo empieza a bajar, o porque nos reunimos para tomar el café y el ambiente de camaradería me transporta a tiempos anteriores y menos preocupantes, cuando me acuerdo de ella. Así que le pongo un wasap. Sabiendo que no debo hacerlo. De hecho, lo último que me ha dicho es que me va a dar un bofetón. Pero me arriesgo. Para algunas cosas, seguramente las más intrascendentes e inútiles, soy un valiente. Alla voy.

Y resulta que ella está KO. En el hospital. Malita de verdad. Una de esas cosas que lo descolocan a uno, porque no se lo espera, porque no sabe cómo reaccionar, o porque le jode que otro sufra más que él, quién sabe. El caso es que tiene apendicitis. Eso duele. Y acojona. Y los médicos que te tienen que rajar nunca las tienen todas consigo, lo que acaba por asustarte. Y si, por un casual, te toca un médico valentón que te dice que está chupado, entonces si puedes echarte a temblar, porque puedes estar seguro de que no sabe de lo que habla. La extirpación del apéndice es una operación rutinaria, por lo que la gente tiende a pensar que es poco complicada. Pero cualquier médico con dos dedos de frente tiene claro que cuando mete el bisturí no sabe lo que va a encontrarse, así que está cualquier cosa menos tranquilo.

Parece que el tema sale bien. Un rato de dolor, un rato de inconsciencia (ah, la anestesia, qué gran invento), y un rato de surrealismo al cubo mientras uno despierta. Después, sólo queda echarle paciencia. Si uno es morboso, puede recrearse contemplando la cicatriz. Si no lo es, puede consolarse aferrándose a los pronósticos más optimistas, que te dicen que en una semana estarás en casa, sin puntos y haciendo vida normal. No sé cómo se toma ella esas cosas. Pero ha tenido dos hijas, así que supongo que tampoco va a echarse a llorar por ver un poco de sangre.

En cualquier caso, la situación lo exige. Un interés cortés, un par de buenos deseos, la confirmación por su parte de que lo peor ha pasado. Me alegro mucho. Gracias.

Y entonces, dejándome llevar por el ambiente de buena voluntad, me siento obligado a pedirle perdón por la salida de tono del otro día. Esa foto al borde del abismo. Esa despedida que no fue tal.

Ella reacciona bien. Y eso me descoloca. Cuando uno espera una reprimenda, una mano amable sobre la nuca escuece más que un bofetón.

Lo siento.
Vale, pero no vuelvas a hacerlo. Esto no funciona así. Si necesitas ayuda, pídela. Pero no me des un portazo en las narices cuando me preocupo por tí.
Creo que ya no quiero que nadie me ayude, ni se preocupe por mí. Sólo quiero irme en silencio, sin escándalo. Y que me llore el que me tenga que llorar.
No digas gilipolleces. Sé que nunca le harías eso a tus hijos.
No estoy tan seguro.
Mira, te conozco. Te guste o no. Quieres a tu mujer. Y nunca le harías eso a tus niños. Te curarás, y serás feliz. Como lo eras hace unos meses. O hace unos años.
Sigo sin estar seguro.
Pero tú nunca estás seguro de nada. Hazme caso. Estoy en la cama, con un costurón en la tripa, tratando de ignorar el dolor de la cicatriz, y el dolor de todas las gilipolleces que me estás diciendo. Y, aún así, en estas condiciones, tengo muchísimo más sentido común que tú. Así que hazme caso. Te curarás. Tu cabeza volverá a funcionar a su velocidad normal. Y serás feliz con tu mujer y con tus hijos.

Como siempre, me da por desbarrar. Lo de la imposibilidad de volver atrás en el tiempo no va conmigo, nunca me ha acabado de convencer. Así que le suelto la última inconveniencia.

Creo que ya te lo dije una vez: ojalá nos hubiéramos conocido hace años, en el momento justo, cuanto los dos éramos libres, cuando los dos caminábamos por  León sin ser conscientes el uno del otro. Ojalá. Lo que pudo haber sido y no fue.

Ella no entra al trapo. La sabiduría femenina las mantiene a salvo de estas estúpidas elucubraciones.

Adios. Sé que te pondrás bien. Y que disfrutarás de tu vida, con tu mujer, a la que quieres, y con tus hijos. Y no me vengas con más melodramas de suicidio y cosas así. Sé que nunca le harías eso a tus hijos.

Sólo acierto a contestar: Adios. Cuídate. Un beso.

Y entonces vuelvo al infierno. Más triste que nunca, porque ya no tengo obsesiones que me devoren. La única obsesión que creí tener acaba de despacharme por la vía rápida. Convaleciente de una operación quirúrgica, pero, aún así, mucho más sensata de lo que yo seré nunca.

Te curarás. Serás feliz. Los quieres. Inténtalo. Pelea por ello.  Es tu vida.

En el infierno nadie ha dicho nada. Señal evidente de lo acertado de la sentencia. Es mi vida. Es mi lucha. Son la gente a la que quiero. Me curaré? No lo sé. Pero voy a intentarlo.

Mil gracias, mujer maldita. Mil gracias, obsesión. Mil gracias, Ana.

Espero que todo vaya bien. Para todos.

Atentamente.

Samuel S. Morgenstern.

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