Este fin de semana ha sido, como mínimo, raro. El viernes tarde, comienzo oficial del fin de semana, servidor se llevó una hostia profesional como un piano, con lo cual su legítima se sintió obligada a aliviar un poco el trance. Y no me sean mal pensados. Me sacó de copas. Para mí que ella hubiera elegido otro modo de aliviar frustraciones profesionales, pero se ve que no me juzgó demasiado preparado para un arranque de pasión tumultuosa y curativa.
Así que me sacó de copas. En León, en Julio, es una de las mejores cosas que se pueden hacer por la noche, aparte de dormir y follar. Sales, das un paseo por lo viejo, te sientas en una terraza del Barrio Húmedo, y charlas, con esa desinhibición que te dan dos cañas y dos tapas de queso con cecina, de toda la puta mierda que te ha tocado tragar durante la semana. Con mayor o menor gracia y sentido del humor, que eso ya depende de cada uno.
Hacía siglos que no salía de cañas un viernes por el Húmedo, así que me sentía más extraño e intrigado que otra cosa. Los fenotipos han cambiado un huevo desde que yo frecuentaba esos ambientes y esos horarios, y ahora ya no me reconocería en la chusma que abarrota la mayoría de los locales. Se ve que ya no tengo edad para según que cosas.
Así que, después de una afinada búsqueda, definida por el criterio de encontrar el local más vacío posible, pudimos tomarnos un par de cañas en algunos garitos para mí desconocidos, pero con muy buena pinta, buen nivel de decoración y gran nivel de camareras. Las tapas, espectaculares. Las pintas del paisanaje en la calle, también, aunque en otro sentido. ¿Pero en qué cojones piensan sus padres para dejarlos salir de esa manera? En fin.
Un par de cañas y un gintonic después, tras una elegante, reposada y seguramente equivocada evaluación del mundo que nos ha tocado vivir, mi mujer decidió que ya era hora de hacerme callar, me dio un beso más para interrumpir la perorata que por deseos lúbricos, y me propuso irnos a casa. Proposición que fue aceptada ipsofácticamente.
Lo que pasa es que por el camino uno se enfría, y el alcohol hace su efecto. Y cuando uno llega a casa lo único que le pide a la cama es que brinde una superficie cómoda para dormir la mona. El sábado ella trabajaba, así que tampoco estaba para muchos excesos, con lo cual la noche del viernes no acabó convirtiéndose en una bacanal merecedora del infierno.
El sábado ella madrugó, y yo no. Algo que compone una mezcla de satisfacción y culpabilidad. Al final ganó la culpabilidad, y servidor se levantó cinco minutos después de que su señora saliera por la puerta, camino de su destino de salvadora de cuerpos y almas. Lo que resultó en un sábado extremadamente largo. Los sábados extremadamente largos son una cosa que puede ser buena o mala dependiendo de si los empiezas con resaca o no. Yo lo empecé con resaca, así que la cosa no prometía demasiado.
La mañana transcurrió a cámara lenta. Ducha a cámara lenta. Afeitado a cámara lenta (gracias a Dios, para no tener que lamentar algún corte sangriento), desayuno insípido e indigesto, y horas vacías frente al televisor, intentando decidir si salir a correr era una buena idea o era un claro gesto de mala conciencia. Ganó la mala conciencia, y me calcé las zapatillas y el resto el utillaje para salir a trotar bajo los inclementes treintaypico grados del mediodía leonés. Lo mejor que puedo decir de la experiencia es que sobreviví. Y que me crucé con una muchacha que corría produciendo un bamboleo de pechos que daba gloria verlo, pero eso es otra historia.
Superviviente del correteo bajo el solazo del mediodía, y una vez de regreso a casa, a salvo de las inclemencias del verano leonés, servidor se sintió con la conciencia lo suficientemente satisfecha para desperdiciar el tiempo en una ducha obscenamente larga, en una comida asquerosamente frugal, y en una sobremesa pecaminosamente ociosa, tumbado en el sofá enfrente de un televisor que sólo ofrecía documentales sobre cosas que nadie es capaz de apreciar.
Cuando uno intenta sobreponerse al sopor y a la maligna atracción del sofá, mira el reloj y resulta que son casi las nueve de la noche. Cosa extraña, porque por la ventana entra un solazo de muerte, pero, en fin, el reloj es el reloj. Servidor se despereza lo justo para moverse hasta la cocina, atizarse un yogur y un kiwi y volver a la postura anterior, disfrutando de la programación por cable. Es decir, dormitando en el sofá.
Dormitando hasta que el reloj dio las dos y media, y algún ruido imprevisto me despertó lo suficiente como para reconocer que lo mejor era ir a la cama, aunque ésta estuviese vacía. Con el piloto automático en posición on, así lo hice. Los automatismos son una gran cosa, debo decir.
El caso es que los automatismos también tienen su parte chunga, y en mi caso eso consiste en que a las seis de la mañana me despierto, si o si. Conocedor de la imposibilidad de luchar contra el destino, intenté aprovechar un poco el tiempo retozando en la cama, pero eso es algo que nunca se me ha dado demasiado bien, sobre todo estando solo. Así que a las siete y media decido rendirme a la evidencia, levantarme y preparar café. Supongo que mi legítima llegará a las nueve y poco, así que el cálculo del tiempo es fundamental. El aroma del brebaje debe flotar por la casa, lo suficientemente intenso para que ella lo detecte, pero no tanto como para que prefiera ponerse a desayunar a despachar a un servidor, que lleva dos horas presentando armas en espera de la revista oficial. Un asunto peliagudo.
Al final, todo sale según lo calculado. Ella llega, me despacha, desayuna y se dedica a retozar un poco en la cama. Se lo ha ganado, que para eso ha currado toda la noche. Mientras yo preparo el equipaje para irnos al pueblo. A su pueblo. Me apetece ver a los críos. Me horroriza ver a mi suegra y a mi cuñada. Qué dilema. Mejor no pienses. Haz lo que te digan, que quedarás como un señor. Y además, después de follar todo es más fácil de aceptar.
Mínimamente recompuestos, partimos para Babia. Allí nos espera una casa impresionante, mis hijos, mi suegra y una cuñada solterona recalcitrante que tiene la extraña virtud de hacer que me suba la tensión sólo con abrir la boca. Un cóctel explosivo.
El domingo va que va. Los críos hacen ventosa, sobre todo el pequeño, y durante la mañana y gran parte de la tarde no se separan de mí. Luego llega la hora de la piscina y pasan de su padre olímpicamente, como debe ser. Cosa que se agradece, aunque se lamente en tanto constatación de que se están haciendo mayores. Quizá demasiado rápido.
Al final de la tarde, mi cuñada monta el número. Ya había tardado, pero era evidente que no iba a dejar pasar la oportunidad de aumentar su estadística. Aspira al record de refunfuñes de solterona malfollada, y está poniendo todo de su parte para conseguirlo. Si yo fuera el jurado, contaría con mi voto sin ningún género de dudas.
El caso es que, a esas alturas del día, después de escuchar tropecientos consejos sobre cómo vivir nuestra vida y de recibir la enésima bronca por no hacer las cosas bien, uno nota que el efecto de los tranquilizantes se esfuma de repente. Puf. Y que empieza a sentir una mala hostia africana que no puede conducir a nada bueno, así que propone abreviar el trámite, acelerar la cena, meter a los enanos en el coche y salir pitando. En previsión de males mayores.
El viaje hasta León es tranquilo, escuchando música clásica, hasta que los pitufos se duermen. Entonces mi legítima, a salvo ya de escrúpulos morales, saca la artillería y comienza el bombardeo/interrogatorio.
Y yo, la verdad, ya no estoy para estas cosas. Considerando que he pasado la mayor parte de la semana pensando que el suicidio era la mejor solución para mis problemas, que ahora me enchufen una moralina acerca de lo que uno debe sacrificarse por los demás, por los hijos, que todos nos mordemos la lengua de vez en cuando, etc….. pues qué quieren que les diga. Me pone un poquito de mala hostia. Consigo disimular lo justo para no liarnos a voces dentro del coche, que los enanos están durmiendo. Lo que quiere decir que le doy la razón en casi todo.
Llegamos a casa. Descargamos a los enanos en sus respectivas camas, dormidos como troncos. Y nos acoplamos en el sofá. Es el momento temido. Empiezan las justificaciones, los reproches, y los consejos bienintencionados. Decido evitarlos poniéndome a hacer abdominales. Y mañana será otro día.
A la una de la mañana, ella está dormida. Yo estoy rendido. Me tomo las pastillas para dormir. La despierto y la ayudo a dirigirse a la cama. Arropo a mi hijo mayor, que no se entera (tiene un sueño pesado). Pongo a mi hijo pequeño a hacer pis, porque su vejiga no le llega para toda la noche. Lo hace con el piloto automático, sin despertarse. Perfecto. Lo devuelvo a la cama, le doy un beso y el tío no se ha enterado de nada. Como debe ser.
Entonces voy a la cama. Mi mujer también. Nos dormimos medio abrazados, medio resentidos por lo que hemos dicho antes. Gracias a dios, tenemos tanto sueño que nos dormimos rápidamente.
Un gran fin de semana, sí señor.
Cuando lo he contado en el infierno, ha habido caras de extrañeza. Para eso tanto insistir en el tercer grado?
No he sabido que responder.
Atentamente,
Samuel S. Morgenstern.

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