Hoy ha sido un día un poco extraño. He dormido mal, y lo peor de todo es que he tenido durante toda la noche la sensación de que la mujer que estaba a mi lado en la cama dormía todavía peor. Esa mujer es mi mujer. Y lo que a ella le duele, me duele a mí. Así que no ha sido un descanso reparador. El verano se ha torcido de mala manera, en parte por factores ajenos a la voluntad de los actores participantes en el drama, en parte por la tendencia al desvarío de uno de los protagonistas, servidor de ustedes.
Servidor de ustedes lleva envuelto en una especie de depresión varios meses. Pero no es una depresión cualquiera. Es una mezcla de culpabilidad, de inadaptación, de sentimiento de inferioridad y de pena por mí mismo, debido a mi reconocida incapacidad de defender mis ideas ante cualquiera. Un asunto chungo.
Como estoy casado, y tengo hijos (obviedades que a algunas personas le parecen insufribles), estos líos mentales míos afectan de manera más o menos directa a un montón de gente. Por ejemplo, a mi mujer. También a mis hijos, pero ellos son pequeñajos, y se las puedes colar con cierta facilidad. A mi mujer no.
Y mi mujer sabe que me estoy portando mal. A pesar de mis dolencias, de mi más que probable psicopatía, de mi depresión y de mis tensiones laborales (últimamente exacerbadas, todo hay que decirlo), no me estoy comportando como se esperaría de un buen marido y padre. ¿Qué quiere decir esto? Bueno, es difícil de explicar. Se podría resumir en que tiendo en ir cada vez más a mi bola, pasando del resto del mundo, y sintiéndome con derecho a echarle las culpas de todas mis malas reacciones a los gestos de los demás, sean estos razonables, indiferentes o claramente anormales. El caso es que el tic de buscar culpables en los demás es un importante obstáculo para encontrar la culpabilidad en uno mismo. Y de eso, precisamente, se trata.
Todo este tema, en condiciones normales, habría dado lugar a un internamiento en un hospital psiquiátrico (lo que, en mi opinión, sigue siendo la mejor opción) o a una bronca descomunal, con platos volando, insultos variados y de barroca sonoridad, y todas esas cosas tan entrañablemente domésticas. Pero no. Mi mujer no es así. Ella lo encaja, lo procesa, permite apenas que unas lágrimas afloren a sus ojos (preciosos ojos, por cierto), y lo trata con una ecuanimidad insultante. Insultante para mí, claro, que me veo de repente haciendo el mono y portándome como un niño pequeño frente a una mujer que sabe lo que quiere, sabe lo que le importa y sabe lo que está dispuesta a hacer para conseguirlo, o para conservarlo. Pero que también sabe hasta dónde va a llegar. Sabe perfectamente dónde está la raya de la que nunca va a pasar, porque en ese caso los beneficios ya no compensarían las pérdidas. Compararse con una mujer así es un poco humillante. Lo pone a uno en su sitio, pero no es agradable. En el fondo, sabes que tiene razón, que el que está meando fuera del tiesto eres tú, y que con un poco de tiempo todo se enfriará, pedirás perdón y todo volverá por donde solía.
Sin embargo, tengo la impresión (atosigante, malsana impresión) de que en esta ocasión la cosa es distinta. Quizá porque ella ya me ha dado demasiadas oportunidades, y todo tiene un límite. Quizá porque ella haya encontrado otro hombre al que de momento ha dicho que no, pero frente al cual empieza a replantearse la respuesta, viendo que de mí cabe poco que esperar. Quizá porque yo no me siento con fuerzas de intentar siquiera volver a ser el hombre del que ella se enamoró. Quizá porque, aunque nos duela, la vida nos está demostrando que, contra lo que ella creía, yo no soy el hombre de su vida.
Hoy me ha traído al trabajo. Dado que últimamente le he cogido afición a destrozar coches, me encuentro actualmente sin vehículo. Y dado que mi estado depresivo no le permite irse tranquilamente al pueblo y dejarme de Rodríguez como otros veranos y se queda a dormir conmigo en León, ha aprovechado para acercarme al trabajo. Ha sido un viaje asquerosamente áspero. Triste. Doloroso. Han sido los 15 km más humillantes de toda mi vida. Ha sido un trayecto en el que me he dado cuenta, de una manera casi física, palpable, de todo el dolor que le estoy causando a la mujer que más me ha querido en la vida. Una mujer que apenas podía hablar porque tenía toda su atención concentrada en evitar el llanto. Es un tic de familia, a ninguno nos gusta llorar en público. A mí no se me ha ocurrido nada que decir. Y ella simplemente se ha dedicado a mirar la carretera, conducir y evitar mirarme.
He llegado al trabajo y nos hemos despedido. He intentado darle un beso. Sentía que tenía que hacerlo, pero preferiría no haberlo hecho. Creo que incluso la caricia de un obispo el dia de tu confirmación es mucho más sensual que el frío roce de labios que hemos pergeñado a través de la ventanilla del coche.
Todo va a ir bien, me dijo. O, no, no tiene por qué acabar mal. Si, eso es exactamente lo que me dijo. Y se piró, dejándome en la puerta de mi curro mientras como veía como se alejaba un coche que significaba mucho más que un trozo de chapa y cristal. Lo que se alejaba era la vida que una vez quise tener, y que no sé muy bien cómo me las he arreglado para echar a perder. Te quiero, le dije mentalmente. Tarde, como siempre.
Los pies se me habían pegado al suelo. No sé cuanto tiempo tardé en reaccionar y comenzar a caminar hacia mi oficina. A medida que me movía, me sentía como si estuviera viendo las imágenes registradas por la cámara instalada en la cabeza de algún otro. Como en uno de esos programas de extreme reality. Una sensación muy rara. He llegado al vestuario y me he puesto de faena. Me he sentado en la oficina, delante del ordenador, y he leído tres correos que ni he comprendido ni me han importado una puta mierda. Algo de documentación, de seguros, de planos... Y de repente me he puesto a caminar hacia la escalera de acceso a la cubierta de la nave. Siempre me ha gustado esta escalera. Tiene una altura entre peldaños ideal para subir sin cansarte demasiado. La única pega es que la superficie es de tramex, y puedes ver perfectamente todo lo que hay debajo de tí. A medida que subes, el acojono aumenta. Por suerte, yo no tengo vértigo, ni miedo a las alturas.
He subido despacio, sin pensar en otra cosa que disfrutar de la ascensión. Primero un pie, luego otro. Hasta que he llegado arriba. Creo que son 15 metros, pero nunca los he medido. En cualquier caso, por ahí andará la cosa. Y les aseguro que es suficiente para imponer respeto. He salido de la pasarela, perfectamente protegida por la barandilla excepto en un punto, y me he colocado en el borde de la cubierta. Con los pies en el límite. Mirando hacia el suelo que acababa de abandonar hacía un minuto. Todavía tenía la respiración agitada por la subida. O quizá por algo más que la subida. No lo sé. Mirar hacia abajo me producía un efecto hipnótico. Una atracción fatal. Como cuando sabes que no debes hacer algo, como cuando sabes que una mujer no te conviene, como cuando sabes que ya no debes pedir esa última copa. No sé cuanto tiempo he estado así. En el borde del abismo. Pensando, supongo que por deformación profesional, cuánto tardará un cuerpo en caída libre en recorrer quince metros, y a cuanta velocidad se estampará contra el suelo. ( así de cabeza, me han salido 1,8 segundos y algo más de 60 km/h).
No sé cuanto tiempo he estado así. De repente, sin saber muy bien por qué, he sacado el teléfono y me he hecho una foto. Sale uno de mis pies, sale el borde del tejado, y sale el acogedor hormigón que me esperaría al final del trayecto. Y se la he mandado a mi mujer maldita. A la que vive en mis pesadillas, alimentándose de mis obsesiones. Su respuesta ha sido inmediata: sal de ahí, apártate, no lo hagas. Pero, para entonces, yo ya había comprobado que no podía hacerlo. Me falta valor. Son sólo 1,8 segundos, pero no puedo afrontarlos. Así que le pedí perdón y me despedí de ella. Espero que para siempre. Lo que no podría asegurar es que ese siempre dure más de uno o dos días. Quién sabe?
He vuelto al infierno avergonzado, hundido, y con todo mi mundo patas arriba. Nadie me ha dicho nada, lo que es casi peor que recibir las burlas de todos. Cuando no se atreven a burlarse, es que te deben ver muy jodido. No me extraña. Me siento muy jodido.
Se me pasará? Me consta que aquí abajo hay apuestas al respecto. El suicidio se paga 4 a 1, de momento. Y creo que subirá.
Atentamente,
SS Morgenstern.

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