Mi padre solía contarme una historia de su infancia. En realidad, me contaba muchas, pero había una que me siempre me llamó especialmente la atención. Mi padre nació en un pueblacho perdido, en la falda de un monte mítico pero dejado de la mano de Dios (de todos los Dioses), pero emigró muy pronto. Con unos tiernos ocho o nueve meses de edad, la familia se mudó a un pueblo mucho más cerca de la ciudad. Mejor clima, mejores tierras, más oportunidades para todo. Un claro intento de prosperar.
Y lo lograron. La vida fue dura, claro. Eran años duros para todos. Pero mi abuelo, al que nunca le reconocí una muestra de ternura, sí tenía una determinación considerable. Compró algunas tierras, algún ganado, y, por si eso fuera poco trabajo, se hizo con el bar del pueblo. Tuvo siete hijos, aunque uno, el mayor, nunca vivió con ellos: cuando abandonaron el pueblo de la montaña, las circunstancias eran tan precarias que aconsejaron dejar al mayor al cuidado de unos tíos. Vivió con ellos siempre. Y, sin embargo, mi padre y el resto de hermanos no dejaron nunca de considerarlo uno más. Cosas de otros tiempos, supongo. Gentes de otros tiempos, quizás.
El caso es que había trabajo para todos. Con sólo dos hijos varones, atender las tierras, el ganado y el bar no dejaba demasiado tiempo libre. Luego, cuando mi tío se fue a cumplir con la patria (hizo la mili en África, nada menos), mi padre y mi abuelo fueron los únicos hombres de la casa durante casi dos años. Un hombre y un muchacho.
Pero aquel muchacho era mi padre. Y mi padre, si algo ha tenido en la vida, ha sido capacidad de trabajo. Puede que haya muchas cosas que le den miedo, muchas cosas que lo asusten, pero el trabajo nunca ha sido una de ellas. Trabajó como un burro. Como un auténtico animal. De hecho, trabajó más que mi abuelo, que, por decirlo de alguna manera, tenía más talento para planificar las cosas y ponerlas en marcha que energía para mantenerlas en movimiento. Esa fue la tarea de mi padre.
Pero nos estamos olvidando de una parte importante de la familia. Las mujeres. Que, si echan cuentas, eran una arrasadora mayoría. Mi abuela y cuatro tías frente a tres hombres, dos mientras mi tío pegaba tiros en África. Ellas también arrimaban el hombro. Cualquiera que haya conocido el mundo rural de aquellos años (los 50), sabe que la vida de las mujeres no era ninguna bicoca. Las tareas de casa se sumaban a un sinfín de trabajos complementarios en el campo. Generalmente pendientes de una prole más numerosa de lo recomendable. Eran tiempos de trabajos de sol a sol. Sin demasiado tiempo para distracciones ni pensamientos estériles.
Hasta que llegaba el invierno. El invierno, como en las guerras decimonónicas, suponía una tregua en el extenuante día a día de aquellos años. Con el grano recogido, las patatas a buen recaudo y la hierba en el pajar, había poco que hacer, salvo cuidar del ganado y rezar porque los cerdos (el verdadero animal sagrado de la cultura española, sobre todo en aquellos años) no enfermaran de repente y siguieran engordando a buen ritmo.
El invierno era también una época dura. La vida familiar se hacía al amor de la lumbre, pero cuando llegaba la hora de acostarse, había que salir de la cocina, única estancia de la casa con una temperatura mínimamente acogedora, para ir a toda prisa a una habitación gélida, donde uno se metía en la cama a toda prisa, con la ropa interior de lana y acompañado de una botella de agua caliente o una piedra calentada en la lumbre de la cocina.
Pero el invierno era un tiempo de calma. La vida era más lenta. De la casa al bar, del bar a casa. La comida, los cacharros, zurcir ropa al calor del brasero, charlas de mujeres, bravuconadas de hombres. Y tranquilidad. Tiempo para pensar. Era en esa época, cuenta mi padre, cuando mi abuela, incluso muchos años después de estar viviendo en su nueva casa, miraba hacia la montaña desde la que vino un día, y suspiraba. Mi padre siempre se preguntó el por qué de aquellos suspiros. Desde su casa se veía la montaña. Era parte del paisaje. Y sabía que él había nacido allí. Pero eso era todo, y nada de eso justificaba un suspiro por su parte. Sin embargo, su madre, mi abuela, no podía evitarlos. Miraba su montaña y suspiraba.
Mi padre se casó. Nací yo. Y después mis hermanos. Formó su propia familia. No al margen de la suya, pero casi. Siguió manteniéndose el contacto, pero mi madre era una mujer, y en su familia política había demasiadas mujeres para que aquella relación fuera fluida. Así que fue, simplemente, correcta. Más o menos correcta. Yo conocí a mis abuelos, su historia, su casa, comí con ellos, disfruté sus caricias (escasas, no eran gente demasiado dada a expresar el cariño de manera evidente) y escuché algunas historias de aquella montaña de la que habían venido. Pero era demasiado pequeño para apreciar lo que significaba aquella montaña. Para comprender lo que puede llegar a pesar el pasado en la vida de alguien.
Mi padre no fue nunca un tipo muy hablador. Si cariñoso, si amable, pero no muy hablador. Recuerdo que jugaba con nosotros, recuerdo que nos cuidaba, que paseaba con nosotros, y diría incluso que lo hacía orgulloso. Presumiendo de tres niños que eran guapos y sanos. Algo que para él era más importante de lo que nosotros alcanzábamos a comprender. Pero mi padre siempre fue un tipo recto. Si tenía que darte una castaña, te la daba, y no había vuelta de hoja. Muchas veces bastaba una mirada. Muchas veces una palabra era suficiente, y en ocasiones era incluso peor que un azote en el culo o una bofetada. Pero nunca recuerdo haber odiado a mi padre. Era mi padre. Y me quería. Esa era la sensación que siempre prevalecía. Yo metía la pata, y el me corregía. Eso era todo.
Mi padre nos educaba con el ejemplo. Trabajaba mucho. Nunca ponía mala cara a una hora de más. Y siempre llegaba a casa dispuesto a una carantoña, aunque fuese tarde y estuviese cansado. No le importaba destinar los fines de semana a trabajos suplementarios, bien en casa, bien ayudando a alguien, bien en su huerto. De hecho, desde que lo conozco, no recuerdo que se haya tomado unas vacaciones. Nunca. Jamás. Estamos hablando de más de cuarenta años trabajando a piñón fijo. En trabajos exigentes físicamente. Ese fue el ejemplo que nos dio mi padre.
Su trabajo, con un poco de suerte, todo hay que decirlo, le dio para comprar una casa bastante maja, un coche y mandar a sus tres hijos a la universidad. Supongo que mi padre se sentía orgulloso: aquello era algo casi impensable para alguien que había pasado su infancia usando la cuadra de las vacas como retrete, y lavándose con agua que acababa de sacar del pozo.
Pero entonces empezó a pasar algo. Algo que ninguno acertamos a advertir, tan lento e insidioso como fue pasando. Nuestro padre comenzó a respetarnos demasiado, y nosotros comenzamos a vivir en un mundo en el que nuestro padre no era, no podía ser, demasiado respetado. Él estaba orgulloso de tener hijos estudiados, y nosotros nos sentíamos secretamente avergonzados de no poder presumir de un padre con pedigrí. Tonterías de los 20 años.
Y después de los 20 vienen los 30. Empiezas a trabajar. Comienzas a vivir una vida propia. En muchas ocasiones, muchísimas más de las que te gustaría admitir, echas de menos a tu padre a tu lado para solucionar algún marrón que te ha caído encima. Pero, de alguna manera, te las apañas para ir solucionándolos tú. Y cada vez le pides ayuda para menos cosas. Y cada vez él siente que tiene menos derecho a decirte lo que tienes que hacer, o cómo vivir tu vida. No le das importancia. Es algo natural. Las nuevas generaciones toman el poder. Siempre ha sido así. Siempre seguirá siendo así.
Hasta que llega un momento en el que la vida te pone en tu sitio. Si, eres la nueva generación, el amo, el puto jefe. Pero también tienes un montón de asuntos por solucionar que has ido dejando detrás de ti. Son los 40. Comprendes que has hecho un montón de cosas mal. Seguramente con sus motivos, razonables en su momento, pero ahora no puedes evitar verlas como unas cagadas monumentales. Comprendes que te queda menos vida por delante de la que ya tienes por detrás. Comprendes muchas cosas.
Y echas de menos a tu padre. Te vuelves hacia él, buscando aquel padre de hace tiempo que te asombraba con su fuerza, con su vitalidad, con sus respuestas para todos tus problemas. Buscas aquel padre, pero encuentras otro muy distinto. Encuentras un hombre mayor, achacoso. Con problemas de salud (esa maldita próstata) que a la vez generan un enorme problema de autoestima ( pobre papá, nunca sabrás como lo siento, porque nunca me atreveré a darte un abrazo cuando te da el bajón, y a decirte cuánto te quiero en esos momentos en los que se te escapan las lágrimas, por la impotencia, por la vergüenza, por la conciencia de que te has hecho mayor). Sientes que la vida no es justa, que la vida no se está portando bien con un hombre que siempre fue bueno, y que nunca pensó en él antes que en los demás. Y sientes también que te invade un miedo atroz, frío, paralizante: descubres de repente que te has quedado sin padre. Sin esa figura mítica que todo lo podía, que te protegía de todo mal, que te soplaba las pupas, que te ahuyentaba los miedos. Sin ese padre que te enseñaba a ser hombre, a afrontar la vida mirando siempre a los ojos a la gente. A ser honesto. A ser bueno. Y es entonces cuando te entran unas ganas de llorar que no puedes controlar.
Por una de esas casualidades de la vida, desde el tejado de la nave de la empresa en la que trabajo, al que subo con cierta regularidad por diversas razones, se ve la misma montaña que veía mi abuela desde su casa. La mayoría de las ocasiones que estoy ahí arriba no tengo mucho tiempo, ni ganas, de mirarla; voy a lo mío, acabo rápido y bajo. Pero hay veces que no puedo evitar dedicarle unos instantes. De allí es de donde vengo, después de todo. Esa es la montaña que le arrancaba suspiros de nostalgia a mi abuela, hace muchos años. Esa es la montaña a la que todavía mi padre mira de vez en cuando con cierta ensoñación en los ojos.
Ahora mi abuela está muerta. La enterraron lejos de su montaña. Ahora mi padre ya no es el hombre fuerte al que podía acudir para resolver cualquier problema, y soy yo el que tiene que resolverle a él más de uno, y más de dos. Ahora me toca dejarle disfrutar de mis hijos, sus nietos, y dejar que ellos oigan sus historias, para que continúe el vínculo mágico con esa montaña que muy probablemente nunca visitaremos. Eso es lo de menos. Ese es nuestro origen.
He tardado cuarenta años en aprender estas cosas. He tardado cuarenta años en darme cuenta de todo lo que echo de menos a mi padre, al padre que tuve cuando era niño, al que me enseño a ser hombre. Y ahora, después de cuarenta años, tengo que afrontar el dolor y la vergüenza de saber que muchos días, al salir del trabajo, mi padre se sentiría abochornado por lo que he hecho durante esa jornada. Por cómo me he portado, por lo que he hecho, por lo que he dejado de hacer. Quizá no se atrevería a reñir a su hijo, porque él ya no puede evitar verme como un ingeniero, padre de familia y hombre respetable. Pero seguramente volvería la mirada para no tener que encontrarse con mis ojos.
Supongo que eso son los 40. La hora de aprender que hay muchas cosas en las que no estarás a la altura de tu padre. La hora de aprender que tu padre ya no es la persona en la que apoyarte cuando las cosas van mal. De aprender que es probable que tú seas el que tenga que apoyarle a él, y contemplar como se desmorona lentamente, y asistir, tragándote las lágrimas, a la transformación de aquel padre todopoderoso en un pobre viejo que después de darlo todo sólo te está pidiendo que le des un poco de cariño.
Una lección dura. Se lo aseguro.
En el infierno me han visto llegar llorando, con cara de necesitar un abrazo. Pero eso es algo que aquí no se estila, háganse cargo. Así que me han dejado en paz. Se lo he agradecido. Luego me han invitado a beber y jugar a póker. Me lo he pensado un segundo, y he dicho que sí. No tenía demasiadas ganas de seguir pensando en todas las veces que he conseguido que mi padre se avergüence de mí.
Atentamente.
Samuel S. Morgenstern.
Gracias por dejarme leer
ResponderEliminarNo ha sido ni fácil, ni agradable...
Hace años decidí "recuperarte" de ese olvido-exilio en el que te instalaste
Ahora no te quiero en lo alto de escaleras o en profundos infiernos
A ver cómo lo hacemos, pero tendremos que hacerlo mi querido amigo