A las 7:50 suena el despertador. Lo apago al primer pitido y me levanto, generalmente desenredándome de un abrazo indeciso pero persistente de mi mujer. Me dirijo hacia el pasillo, controlo que las puertas de las habitaciones de los niños están entornadas y vuelvo al baño. Me afeito, siguiendo siempre el mismo ritual, primero la mejilla izquierda, luego la derecha, acabo con la barbilla. Con el grifo abierto, y golpeando la maquinilla contra el lavabo para desatascarla cuando las cuchillas se embozan con los pelillos que van consiguiendo extirpar de mi jeta. Bálsamo, palmadas y, en los días más optimistas, posturitas ante el espejo.
Luego me voy al vestidor (en realidad es una habitación que vale para todo, donde tenemos el ordenador, la biblioteca, el tendedero, la tabla de planchar y tropecientas cosas más). Me visto y voy a la cocina. Recojo los platos del escurridor, los coloco en la alacena y me preparo el desayuno. Un café con leche y cinco galletas María. Desayuno de pie, frente a la ventana, mirando cómo despunta la mañana e intentando adivinar en qué tipo de día se transformará. Friego el vaso, recojo todo y vuelvo al baño. Me cepillo los dientes mientras siento que mi mujer comienza a revivir en la cama, lentamente. Muy lentamente. Para cuando he acabado, ella ya está de pie (no me atrevería a decir que despierta) y me acompaña hasta la puerta, me desea un buen día y me despide con un beso mientras cierra la puerta con cuidado, evitando hacer ruido para no despertar a la prole, que aún tiene el privilegio de un ratito más de sueño.
Mientras bajo por las escaleras (siempre uso las escaleras, no me gustan demasiado los ascensores) desactivo el modo silencio del teléfono. Compruebo que no hay mensajes. Llego al garaje y siempre me estremezco con la corriente fría que me recibe al abrir la puerta. Las mañanas de mi garaje casan mal con la tibieza de las sábanas que aún pugna por aferrarse a mi piel. Me dirijo al coche, arranco y me voy, mientras empiezo a escuchar la voz del pirata y su banda, que me reciben con clásicos del rock.
Recorro siempre el mismo camino, y mido mi suerte por el número de semáforos que encuentro en rojo o en verde. Generalmente tengo mala suerte, y pillo al menos dos en rojo. Son de los largos, pero no me molesta demasiado, porque voy con tiempo suficiente, y me permite mirar el mundo a mi alrededor desde ese perfecto anonimato que es un coche. Veo algún estudiante apresurado, alguno somnoliento, alguna señora de buen ver que me provoca un chispazo lastimosamente breve de lujuria, una sudamericana culona que no parece haberse enterado de que los leggins, como los borrachos y los niños, nunca mienten (y de que algunas verdades no son demasiado agradables de ver). Luz verde. Paso junto al reloj-termómetro, que me informa de la temperatura y de cómo voy de tiempo. Empiezo a dejar la ciudad atrás.
Llego al trabajo quince minutos después. Me he cruzado con un par de camiones y no he podido evitar pensar que hubiera sido tremendamente fácil pegar un volantazo en el último momento y empotrarme bajo sus ruedas. No creo que hubiera sobrevivido, pero tampoco estoy seguro. El caso es que no lo he hecho. Entro en el recinto, aparco el coche y veo que, un día más, soy de los primeros en llegar. Llego al vestuario, me cambio, hago unos estiramientos para alejar definitivamente los últimos restos de pereza que hayan podido aguantar hasta aquí, y entro en la oficina. Es entonces cuando ya no sé qué hacer. Me quedan por delante ocho horas, más o menos, en las que mataría por estar en otro sitio, en cualquier otro sitio. Brujuleo por internet, doy un paseo por las instalaciones, vuelvo a internet, espero la hora del café. Y vuelta a empezar: internet, paseo, espero la hora de la comida. Por la tarde es básicamente igual, salvo por el hecho de que ya estoy cansado de internet y tengo todavía más ganas de irme de allí. A cualquier lugar, no importa dónde, pero fuera de allí.
Hasta que llega la hora, he pasado por no menos de cinco sitios en los que he tenido de nuevo pensamientos peligrosos. El centro de transformación (¿qué se sentirá cuando 15.000 voltios recorren tu cuerpo?), la zona de trituración (el ruido de las cuchillas triturando acero es tan desagradable... seguro que la carne sería distinto), las máquinas (sería tan fácil... una esquina... oops, no lo ví... prácticamente se metió bajo las ruedas), el tejado (unos 20 metros; creo que serían suficientes)... ¿para qué seguir? Al final, llega la hora en la que puedo volver al vestuario, disfrazarme otra vez de persona normal y volver a casa, rezando por no cruzarme con un camión demasiado atractivo.
Llego a casa. Los niños me saludan, a veces efusivamente, a veces no tanto, algunas veces pasando directamente de mí. Mi mujer suspira, porque sospecha lo que pasa por mi cabeza durante todo el día, y para ella verme de vuelta es una victoria. O una tregua. En cualquier caso, un alivio.
Ducho a los niños. Cenamos. Friego los platos. Acostamos a los enanos. Ella se dedica a brujulear por internet. Yo hago algo de ejercício en el salón, mirando la tele. Al cabo de un rato, los dos hemos acabado, nos encontramos en el sofá y nos damos unas pocas caricias silenciosas. El sueño nos vence. ¿Vamos a la cama?, pregunta siempre ella. Espera cinco minutos, contesto siempre yo. Pasan cinco minutos. Nos acostamos. Me acaricia mientras suspira y se acurruca sobre mi hombro. Mientras, yo cuento los segundos que me separan de otro día más. Igual que este. Igual que todos. Todos los días son iguales en el infierno.
A las 7:50 suena el despertador.... etcétera.
Con cariño, desde el infierno.
SS Morgenstern.

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