martes, 25 de junio de 2013

EL SENTIDO DE LA VIDA

La vida tiene un extraño sentido del humor. Sarcástico, corrosivo, desagradable y con una correción política  que deja bastante que desear. Pero, en ocasiones, tiene su punto, las cosas como son.

Después de meses viendo cruzar por el carril contrario camiones a toda hostia sin poder reprimir la idea de lo fácil que sería dar un volantazo y acabar con todo, pero sin acabar de decidirme y dejar pasar de largo una ocasión tras otra, un buen día que voy tranquilo y feliz, sin pensar demasiado en desparrames y sin que la cabeza se me vaya constantemente al agujero negro que últimamente absorbe todos mis pensamientos, me despisto un momento y me salgo de la carretera.

Es curioso como hay instantes en los que el tiempo parece adoptar una extraña modalidad en la que los hechos suceden a dos velocidades distintas. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, mientras el coche daba tumbos a toda velocidad, yo iba dentro, más o menos sin darme mucha cuenta de lo que pasaba, pero pensando a más velocidad incluso. Recuerdo haber pensado que era una putada matarse en viernes (ya puestos, un lunes, coño; te ahorras una semana de curro y les regalas un día de fiesta a los que quieran ir al entierro, por el motivo que sea, que yo ahí no me voy a meter). Recuerdo haber pensado si llevaba todo en regla: papeles, seguro, etc. Recuerdo haber pensado que era accidente laboral, con lo cual la cuantía de la indemnización del seguro cambiaba sustancialmente respecto a un accidente por contingencia común. Recuerdo haber pensado también que era una manera muy tonta de matarse, saliéndose de la carretera en un tramo recto que habrás recorrido no menos de un millón de veces en los últimos años. Hasta recuerdo haber sentido un cierto alivio al ser consciente de que llevaba los calzoncillos limpios y que, llegado el caso, estaría presentable en el depósito (cosas que las madres le inculcan a uno, qué quieren).

Pero no. Cuando los dos ramales del tiempo convergieron de nuevo en una sola velocidad, allí estaba yo, metido en un coche completamente destartalado, con una especie de kleenex gigante delante de los ojos (tarde un poquito en comprender que era el airbag, fláccido ya tras haber cumplido, muy bien, por cierto, su misión). Rodeado de cristales rotos por todas partes. Con gente acercándose con ánimo de ayudar. Y con la sensación de imbecilidad pesando como una losa sobre los hombros.

No necesité ayuda. Al menos, no la acepté. Salí por mi propio bien del coche, me aparté unos metros para coger perspectiva y contemplar la triste estampa que ofrecía el que había sido fiel compañero de correrías durante muchos años. Tranquilicé a los samaritanos allí congregados, con bastante eficacia, por lo visto, porque desaparecieron bastante rápidamente. Llegó la Guardia Civil para hacerse cargo del asunto. Algo que agradecí mucho, porque no me apetecía demasiado ponerme con papeleo. Sólo me apetecía llamar a mi mujer. Y lo hice, sin poder dejar de mirar el coche. Ha pasado esto. Estoy bien. Que sí, de verdad, estoy bien. Un despiste. Ven a buscarme, por favor. Pero tranquila, que estoy bien.

Esperé una media hora. Sentado en la cuneta, fumando un cigarrillo mientras la grúa rescataba los restos de mi querido coche. Con la mirada perdida. Tratando de decidir si aquello tenía algún sentido, o ninguno en absoluto. Cuando llegó mi mujer no había llegado a ninguna conclusión. Deseché la meditación y puse mi mejor sonrisa. Ella se tranquilizó. Los niños también. Yo bromeé un poco. Ya había pasado todo.

Y, sin embargo, de vuelta a casa, bajo el chorro purificador de la ducha, no puede volver a pensar en el extraño sentido del humor de la vida. Un tipo que lleva meses pensando en suicidarse se pega una hostia con el coche y sale sin un rasguño. Miles de tipos más o menos satisfechos con sus vidas salen un día de casa, se estampan contra un poste, o contra el autobús de la línea 7, y angelitos al cielo.

Cuando lo conté esa noche en el infierno, muchos de los congregados movieron la cabeza en señal de asentimiento. Te comprendemos, decían sus gestos. Pero no estoy seguro de si lo que entendían era mi extrañeza por todas las sensaciones que se agolpaban en mi cabeza, o si lo que comprendían, perfectamente además, era la extraña manera de bromear que tiene la puta vida.

Ahora, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que era lo segundo. Comprenderme a mí no es fácil, útil ni necesario. Comprender la manera de trastear que tiene la vida, tampoco es fácil, pero sí útil. Aprender a tomarse las cosas como vienen es un arte. Y, como todas las verdaderas artes, debe tener su origen en una revelación: la vida sólo puede tener sentido cuando uno deja de buscarle sentido. Sólo entonces uno puede empezar a disfrutar de los detalles buenos, soportar los malos, y no volverse loco. Eso es lo único que hay que aprender: a no buscarle sentido a nada.

Es un detalle simple, pero el infierno está lleno de gente que lo aprendió demasiado tarde. O demasiado pronto. Supongo que, como casi todo, es una cuestión de encontrar el momento adecuado.

Atentamente,

SS Morgenstern.

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